domingo, 1 de abril de 2018

Fasters

Esta mañana, conduciendo de camino a la oficina, iba escuchando en la radio cómo los contertulios de Por fin no es lunes (Ondacero) comentaban que en Estados Unidos, y ya en España, existe gente que ve películas y series aumentándoles la velocidad en el reproductor. Incluso presumen de ello, como si poseyeran una habilidad especial. Constituyen un nuevo colectivo: fasters, "los rápidos". Supongo que debe tratarse de gente que vive tan atareada haciendo cosas de tan vital importancia para la humanidad que, pudiendo emplear treinta minutos en ver acelerado un capítulo, ¿para qué invertir los cuarenta y cinco del formato original? Me pregunto si así disfrutarán de las interpretaciones de los actores, de las pausas dramáticas de la narración, del papel que juegan la música y los efectos de sonido y, en fin, de todo el cuidado narrativo de la obra. No sé si únicamente lo que piden sus mentes es una sucesión de imágenes aceleradas que consumir para mantenerse entretenidas. No quiero ni pensar en cómo leerán los libros, si es que la pérdida de tiempo de implica la palabra escrita tiene cabida en mentes tan apresuradas. ¿Cómo disfrutará un faster un cuadro? ¿Cómo mirará al horizonte si sube una montaña?

El hombre moderno es cada vez menos interesante. Más allá de la anécdota, creo que esos ultra-evolucionados fasters ilustran muy bien cómo estamos perdiendo la capacidad de reflexión, la serenidad, la paciencia, el saborear la vida tranquila o el silencio. Veo diariamente cómo, para mucha gente joven, tales cosas les resultan aburrimientos sencillamente insoportables. Ellos prefieren otras motivaciones más contemporáneas, fundamentadas en la prisa y la inmediatez, con impaciencia, competitividad, nerviosismo, ímpetu... Sin capacidad creativa, estas nuevas dimensiones nos llevan a la degeneración intelectual, y trasplantadas a la naturaleza resultan en apresurados gregarismos estúpidos, como las estaciones de esquí o los inefables "corredores de montaña". Esas concepciones modernas de la vida, lúdicas y apresuradas, tan difíciles de comprender para unos pocos bichos raros, ya no digamos para todo aquel que haya aprendido las lecciones que enseñan la naturaleza y su orden, tan perfecto y sereno. 

No soy, desde luego, ningún Boone Caudill ni ningún Hugh Glass, pero he vivido mis experiencias, y cada año procuro conseguir pasar cincuenta o sesenta días totalmente solo en el monte. Como dice José Díaz en la película documental Cien días de soledad, todo un alegato a la reflexión y al amor por el silencio y la tranquilidad de la madre tierra, "la Naturaleza nunca decepciona". Cuando comprendes eso, aprendes a conocerte a ti mismo y a darte cuenta de que la soledad, la quietud y la belleza de la naturaleza son la auténtica esencia de la nuestra estancia aquí. De lo poco que merece la pena. Aprender a ver la vida despacio me parece, cada vez más, una capacidad humana en peligro de extinción.