jueves, 8 de julio de 2021

Un café turco en Atenas

No me esperaba así la ciudad de Atenas. En cuanto comencé a circular por ella, me sorprendió encontrar ese aire de desorden, improvisación y deliberado desinterés tan propio de las ciudades del norte de África o del Medio Oriente, aunque ciertamente no tan acentuado. Lo primero en lo que pensé fue en Egipto, después en mi infancia por las calles del barrio sevillano de Cerro-Amate. Casas bajas, edificios claros para reflejar la luz solar, encinas, olivos, chicharras desquiciadas, macetas por todas partes, agua corriendo entre la calzada y la acera con tanta continuidad como para formar canales de verdín. El pesado y húmedo calor, el tráfico caótico y el inexistente respeto por el peatón acentuaban ese aire orientalizante. Atenas me pareció una especie de interludio perfecto entre las ciudades de Europa occidental y las ciudades musulmanas. La influencia turca no se puede ocultar en la capital griega, aunque toda referencia a ello es algo que a los griegos parece que ofende bastante. La verdad es que me sentía cómodo en Atenas. Desde hace años pienso que con las ciudades ocurre como con las personas: al primer vistazo ya sabes si te gustan o no. 

Un par de horas antes de regresar al aeropuerto, di un último paseo por el barrio donde tenía el hotel y encontré una pequeña cafetería, tipo bistró, retro y muy bien decorada. Sí, soy de esos esnobs que hacen turismo cafetero. Me senté en una de las sillas de cuerda de la terraza, a la sombra y rodeado de macetas. Me pareció oportuno despedirme de Grecia con un "café griego", que es como el "café turco", es decir, a pelo y sin filtrar. De manera que pedí un greek coffe sketos, parakaló. Me lo sirvieron con unas bayas, supongo que pequeñas guindas o bruños, que no sabía para qué se utilizaban. Me gustó el hecho de que tomar ese café requiriera de cierta ceremonia o conocimientos previos. Sin saber si hacía lo correcto, eché un par de las diminutas frutillas al café y lo removí. La taza tenía un dedo de posos. El café así, sin ningún tamiz, sabe bien, es muy fuerte, algo totalmente diferente a un expreso. 

No había ningún cliente más en la terraza y lamenté no haberme bajado el libro que estaba leyendo. Así que observé a la gente del barrio, sin duda una de las mejores maneras de hacer turismo. La camarera que me había atendido debía tener mi edad y era una de las chicas más guapas que había visto en la ciudad. Noté que me miraba desde el interior del bar. Sonreí pensando que, si viviera allí, me hubiera dejado caer por la cafetería a menudo hasta encontrar el momento de invitarla a salir. Ya no dejo pasar oportunidades, ni para eso ni para casi nada más que me apetezca hacer. Las circunstancias de la vida pueden cambiar para mal en cualquier momento. Pero acepté con resignación que regresaba a España en un par de horas y que aquella experiencia jamás tendría lugar. De manera que me encogí de hombros y pedí un segundo café griego.