lunes, 19 de julio de 2021

Quién quiere playa

Día de canícula. Llevaba toda la mañana caminando, casi desde el amanecer. En aquella zona alta del Macizo de Ayllón debía haber cinco o seis grados menos que en la ciudad durante las horas de más calor; pero aun así, a eso de la una de la tarde teníamos verdadero calor. Paraba más de lo normal para darle agua al perro en su cuenquito metálico. Encontré aquel cuenco en el monte hace tres años, dentro de una cueva con él, al par de meses de adoptarle. Pensé en ello con una sonrisa mientras le observaba beber. Seguimos caminando cuesta abajo por una pista estrecha, en dirección al río. La idea era hacer doce kilómetros de caminata por la mañana, bañarnos en el río, siesta, y regreso por la tarde. Qué mejor plan para un domingo.

Cuando llegamos al agua nos refrescamos en el vado. Había cagadas de nutria en algunas rocas prominentes. El monte era muy boscoso y además de pinos silvestres había encinas, fresnos, robles y un haya solitaria. Silencio profundo, roto únicamente por el correr del agua. Buscamos un lugar cómodo. Al fin encontré una diminuta playa de arena negra, inclinada hacia el agua de un remanso, sobre el cual caía una graciosa cascadilla. El río era de un pardo oliváceo. Muy hermoso. Vi truchas que fruncían el ceño y un par de cangrejos señal. Uno de ellos estaba picoteando un nudo de algas, se le acercó un pececillo atigrado y el cangrejo le amenazó con las pinzas, chulesco, como si fuera un torero o el tipo duro de un bar. El pez se largó. Me resultó fascinante observarlo.

Remy se bañó en cuanto le dejé suelto. Se hizo un par de largos en el remanso y regresó a la playa. Yo me quité la ropa de monte y las botas, saqué de la mochila el bañador y los escarpines, me los puse y entré en el río. Estaba helado. Apenas se podía nadar, debido a las grandes piedras y las nubes de algas, pero me tumbé en el agua y dejé la mente en blanco. El paraíso debía ser algo similar a aquello: sentir el correr del tiempo como algo ajeno a uno mismo. Hundí la cabeza en el agua y bebí.

Encuentro un gran placer en la soledad. Necesito la soledad tanto como respirar. Estar solo en el monte es llevar la soledad a otro nivel. Tal vez por eso procuro pasar cincuenta o sesenta días al año en el campo, solo, del amanecer a la noche, caminando; recorriendo montañas y bosques sin ver a nadie en todo el día, o durante días. Estar solo en medio de ninguna parte es la mejor manera de encontrarse a uno mismo. Podría escribir aquí líneas y líneas de palabrería barata o motivacional sobre eso. Hay quien lo entiende y hay quien no. A algunos les parece triste que mi mayor placer sea estar solo en la naturaleza: les resulta inexplicable, insoportable. Según ellos, no puedo ser feliz haciéndolo, por el mero hecho de que no comparto la experiencia. Yo me encojo de hombros, pero en realidad me pregunto cómo se puede ser tan dependiente de los demás y tan ajeno a uno mismo. Supongo que en eso radica la felicidad de ellos, en compartir la mierda de vida que tienen con otros que la viven igual o peor. Niños, relaciones absurdas, fines de semana con suegros y cuñados, vidas organizadas en torno a convencionalismos sociales y a las órdenes de parientas que no valen un duro, sin tiempo para uno mismo, sin absolutamente ninguna libertad individual, sin experiencias propias. Dios bendito.

Salí del agua. Me sequé de pie al sol, como un tótem. Instalé la hamaca entre los pinos, pero decidí retirarla y la extendí sobre la playita negra, a modo de toalla. Nos echamos allí la siesta. Mejor dicho, me eché la siesta, porque pude percibir que Remy no dejó de vigilar en ningún momento. Supongo que quería asegurarse de que nada me atacara. Es curioso, pero cuando me echo la siesta en el campo él siempre vigila; pero si estoy haciendo otra cosa, como comer, tomarme un café soluble en mi taza mugrienta, mirar con los prismáticos o leer el libro que lleve, tarda poco en quedarse dormido. Pensará que entonces ya estoy vigilando yo. Sin duda, para los perros todas sus decisiones tienen perfecta lógica.

A eso de las seis de la tarde desmonté el campamento. Volvimos al vado, empapé la gorra y la camiseta, me colgué la mochila a la espalda y tomamos el camino cuesta arriba. La temperatura era más suave de lo que esperaba y con pasos cortos y constantes los doce kilómetros de regreso fueron un esfuerzo agradable. Al día siguiente, vi en el telediario que en las zonas de costa la gente se estaba levantando a las seis de la mañana para coger sitio en la playa. En una playa masificada, llena de ruido, escuchando los gritos y la música de molestos extraños, bañándose en agua convertida en un engrudo de crema solar y orines ajenos. Nunca podré entenderlo, pero es mejor así. Cada cual a lo suyo.