viernes, 1 de enero de 2021

Una mañana cualquiera (II)

Estas navidades no se han escuchado los villancicos que salían el año pasado desde la clínica dental, que algunos días me despertaban dulcemente por la mañana. Aunque me molestan bastante los ruidos ambientales que generan otros, en cierta manera los he echado de menos: no dejaban de representar una circunstancia propia del medio ambiente humano del centro de la ciudad, centro en que dejaré de vivir al cabo de unos pocos días. Antes de bajar a la calle tomo un expreso, de pie en la cocina, mientras el perro se sienta a mi lado, pegado al radiador, esperando friolero a que se encienda. Todavía no, le digo. Fuera hace frío, un frío seco y castellano. Como tantas otras veces en los últimos años caminamos hacia el parque, el parque por excelencia de la ciudad. Para los alcalaínos de toda la vida siempre será el "parque de los patos" y los que aún somos jóvenes recordaremos también los botellones nocturnos que siempre se han hecho allí los fines de semana. En el parque hay pinos viejos, muy altos, muchas parcelas de césped bien cuidado, todo tipo de árboles ornamentales que no sé identificar y un par de fuentes de rocalla en las que, si uno tiene paciencia y sabe lo que está haciendo, puede ver cómo bajan a beber aves desconocidas para la mayoría, como carboneros, reyezuelos, agateadores y currucas.

Remy es un podenco mestizo con váyase a saber qué, pero corre con una elasticidad y potencia que ya quisieran los galgos. Como éstos, o como los guepardos, es un animal tranquilo, pero con un espíritu de atleta imparable. El sol ilumina el parque, resalta los verdes, derrite la escarcha y acentúa los tonos ocres de las pocas caducifolias que hay entre las palmeras y las coníferas. La luz del sol mañanero reflejada en las hojas anaranjadas me trae a la mente los montes de mi querida Riaza, tan poblados de robles melojos. Podrían haberme recordado otros lugares, pero me ha venido la comarca de Riaza. Puede que sea debido a que, por culpa de los confinamientos perimetrales, no estoy pudiendo pasar mis largos días de caminatas invernales por allí, como me he acostumbrado a hacer durante los últimos inviernos. ¡Cómo se echa de menos salir al campo! Las horas perdidas deambulando por montes apacibles, pasando frío, luchando contra alguna cuesta embarrada, lo bien que sientan los tallarines o las lentejas calentados en el hornillo. También echo de menos la parada en el pueblo antes de coger la carretera, para tomar un último café con un trozo de tarta. Ya volverán esos días tranquilos y sin propósito, en los que se disfruta la vida en su plenitud. Y en fin, pese al frío urbano de esta mañana cualquiera, me siento en un banco y aprovecho para que el sol me caliente las manos y la cara. Como siempre, Remy se sube al banco y se sienta a mi lado, temblando. Ya queda menos para volver a tu querida Riaza, le digo en voz alta.