domingo, 27 de septiembre de 2020

Los largos muros de Gredos

Mi última visita a Gredos ha coincidido con un ventoso y frío día de septiembre, que no ha llegado a los diez grados. El teléfono, que lo sabe todo, decía que la sensación térmica era de algunos grados bajo cero. Observando el viento que azotaba los árboles con las primeras luces del día y las densas nubes que tapaban las zonas altas, cambié de plan a última hora y decidí dedicar la jornada a conocer una sencilla garganta, no subiendo mucho, tal vez hasta los mil ochocientos o novecientos metros. Investigando antes de la salida, vi que en una de las hoyas glaciares había un diminuto refugio, redondo y de aspecto primitivo, y pensé que sería una buena ruta el llegar hasta él, calentarme con una chasca, comer y emprender el descenso con tranquilidad. La cuerda y las laderas que me llevaron hasta allí eran zonas desoladas e inhóspitas, de una belleza áspera, machacadas por el sol, el viento y la nieve y tenían, ese día nublado y desapacible, un aspecto a tierras altas escocesas. El día vio cargado de experiencias maravillosas y de avistamientos animales de los que hoy no toca escribir. Sin duda, uno de mis mejores días en la montaña de Gredos. 

Mientras ascendía, reparé en algo que ya conocía de mis anteriores ascensiones en ese sector del macizo central: los larguísimos muros levantados en plena montaña para separar las zonas altas de pastos. Dicho así, como si tal cosa, no parece nada impresionante: muros fronteros entre las tierras comunales de cada pueblo los hay en todas partes. Estoy seguro de que la mayoría de andarines que trepen por aquí ni siquiera repararan en ellos. Pero no, no son simples muros. Hasta allí, en su época, no se podían subir las piedras cómodamente en carro. Es la alta montaña de Gredos, irregular y de fortísimas pendientes. Si uno piensa en ello, no puede evitar respetar las inmensas fatigas y trabajos que debió llevar su construcción, hace ya bastante tiempo. Subir a pie hasta allí, desbastar la piedra, cargarla en acémilas hasta el trayecto que debía seguir el muro, tal vez lidiar con las víboras, descender. Esos muretes llegan hasta los dos mil trescientos o dos mil cuatrocientos metros de altitud, hasta las divisorias, cercando extensiones inmensas de, no olvidemos, alta montaña. ¿Cuántos paisanos se dedicarían a su construcción? ¿Cuántos animales de carga? ¿En qué época del año lo harían, y a lo largo de cuánto tiempo? Y piensas que, todo ello, sin quejarse, mientras hoy cualquier hijo de papá lloriquea si las escaleras mecánicas del metro no funcionan. Muros de poco más de un metro de alto, pero que enseñan mucho. Te hacen pensar, reflexionar: saber que ves una auténtica obra faraónica que, personalmente, me quita el habla y me inspira un profundo respeto.