viernes, 18 de septiembre de 2020

El país frágil, salvo para escalar

"Sólo espero haber conseguido transmitir [...] la idea de que nuestras montañas necesitan una cura urgente, porque sus inmensos cuerpos salvajes están enfermando de civilización", escribe Rosa Fernández Arroyo al comienzo del epílogo de su libro El país frágil. Lo compré de segunda mano, no recuerdo dónde ni cuando, y podría decirse que ya tiene sus años, editado en 1996. El libro está revisado por Eduardo Martínez de Pisón, lo cual le da verdadera solera: una solera que no necesita, ya que el texto es bellísimo. A través de sus páginas, El país frágil destila verdadero amor y conocimiento por las montañas, pasando de una casi perfecta definición geográfica de las mismas como ecosistema a descripciones impecables de paisajes, aderezado con reflexiones íntimas. Conocemos Pirineos, Alpes, el Himalaya. Después de hacerte ver lo que hay en realidad tras la silueta de una montaña, el libro hace un repaso de todas las injerencias humanas, tanto la génesis de las culturas tradicionales como la superficial invasión del mundo moderno, que llevan décadas llevando a su degradación ambiental: pistas y carreteras, las terribles estaciones de esquí, la irresponsable explotación de los recursos hídricos, la caza y pesca, el actual turismo hortera. Las montañas "entre la vitrina y el expolio", dice el libro.

El país frágil es una obra bellísima y reveladora que recomiendo a cualquier amante de la naturaleza, si es que es capaz de encontrar un ejemplar ya que, me parece, se trata de una de esas raras joyas de edición corta. Reconozco que me gustaría poder escribir algo así alguna vez. Sin embargo, cuando lo leí hace un par de años, el libro tenía algo oscuro que me llamó poderosamente la atención y me hizo torcer el gesto. Como he dicho, hace una crítica incontestable de todas las intervenciones humanas en las montañas... excepto de la que practica la autora. Y ahí, creo, salta a la vista uno de los problemas no sólo del medio ambiente, sino de la vida: somos capaces de criticarlo todo, salvo lo que nos gusta o nos interesa. Porque al llegar a la parte de la escalada, la autora se deshace en elogios y justificaciones. De la página 146 a la 153, ese libro que parecía tan crítico y responsable pierde toda razón de ser. Hoy, y también cuando se editó, sabemos la realidad: la escalada es una actividad objetivamente innecesaria, sujeta a constantes críticas, en ocasiones tras sonoros escándalos, y que ejerce un impacto muy negativo en un hábitat tan escaso, reducido y delicado como el rupícola. 

Pero la autora recurre a argumentos manidos como "...se están cerrando zonas de escalada enarbolando criterios ambientales, pero medidas tan drásticas (y cuestionables) se vuelven desproporcionadas y pierden sentido porque no tienen cohesión con otros aspectos". Es decir, si me perjudican a mí, que perjudiquen a los demás. O más adelante, dice que donde ya se escala "...probablemente todo el daño ambiental ya estará hecho y no va a incrementarse" (¿Para qué, entonces, recuperar el lugar?), o "...se debe llegar a acuerdos y soluciones que permitan mantener la escalada" (Ídem). También dice literalmente que la "esencia" de la escalada "justifica" que alguien pueda meterse a dar por saco por la pared rocosa más recóndita, anide o crezca lo que sea. Ante mi asombro más absoluto por todo lo que estaba leyendo, por ese alegato final que arruinaba un libro delicioso, se llega a justificar que "...los animales más sensibles a la presencia humana hace mucho tiempo que se marcharon a zonas intocadas": hablando en plata, que como ya nos hemos ciscado en todo lo que había, tenemos derecho a seguir haciéndolo. Todas estas justificaciones "proescalada" se pueden leer para la caza en Jara y Sedal, o escuchar farfullar a cualquier trailrunner para la mamarrachada desvergonzada de las carreras por montaña. Las mismas frases, los mismos argumentos: me cargo el monte, pero lo hago porque es mi forma de amarlo. La maté porque era mía. Así pensamos los seres humanos, así vemos nuestra relación con la tierra. Por eso, Rosa, es por lo que las montañas son un país frágil.

Referencia: FERNÁNDEZ ARROYO, ROSA. El país frágil. Ediciones Desnivel. Madrid, 1996.