miércoles, 8 de abril de 2020

La montaña solitaria

Maurice Herzog, primer conquistador del Annapurna en 1950, decía que "El alpinismo es un deporte, una evasión, a veces una pasión y, casi siempre, una mística". Nunca he sido aficionado al montañismo ya que, como actividad, creo que lleva implícita una concepción de asalto y superación de retos, de vencer y someter, que no casa con mi manera de echarme al monte. Pero lo puedo comprender. "Porque están ahí", fue la hábil y profunda respuesta de George Mallory cuando le preguntaron porqué el hombre escalaba montañas; porque están ahí nos habla sin místicas, pasiones ni por supuesto deporte, del mero interés por la montaña, de conocerla, de ver qué hay más allá. Por mi parte, no pudiendo evitar la ascensión por mi cuenta de un buen puñado de montañas ibéricas a lo largo de estos años, la imponente y rotunda Sierra de Gredos ha sido mi escenario predilecto donde dar rienda suelta, de vez en cuando, a ese innegable placer de subir y subir hasta que ya no se puede dar un paso más arriba. El recuerdo de las ascensiones tiene cierto encanto particular que no tienen otras jornadas camperas: ver la lejana cima en la distancia al amanecer; comenzar casi enseguida a afrontar la pendiente y a sudar; los grandes machos de cabra montés; los colores y olores de Gredos; esas holladas sendas blanquecinas que parece que nunca se acaban; la larga aproximación y el inicio de la trepada final; la merienda al descender y la llegada al coche con las últimas luces.

He subido varias montañas en Gredos, aunque siempre he preferido recorrer sus gargantas glaciares, buscar reptiles y anfibios o visitar lagunas, conocidas o no. Sin duda, mi montaña predilecta allí es el Cabeza Nevada o Mogote del Cervunal, de 2.427 metros de altitud. De formas romas y globosas, separado por una cresta del escarpado macizo central, destaca como una montaña solitaria, llamativa y con su propia personalidad. Hablo del Cabeza Nevada como si pasara la vida allí, pero sólo he subido dos veces. La primera vez fue solo, en una de esas expediciones que nunca se olvidan. No recuerdo ni por dónde ataqué la cima, ya que no encontré hitos, pero llegué arriba. Las rocas de la cumbre, sin nieve, estaban recubiertas de una delgada lámina de hielo. Unos años después, en 2015, subí con un compañero en un pletórico día de mayo, con Gredos en su punto álgido de belleza. Aquel día si encontramos un camino relativamente cómodo. Desde entonces sólo he visto al Mogote en la distancia, como un viejo amigo al que reencontrar alguna vez. Pero hay algo que recuerdo vivamente de la primera ascensión solo. Recuerdo que, ya en el descenso con las doradas luces del atardecer, eché una última mirada a la imponente montaña. La figura diminuta de un chozo cónico, al final de la llanura alpina previa a la cumbre, resaltaba la bella inmensidad del Cabeza Nevada. No sé porqué, pero fue uno de esos días en que la Naturaleza me emocionó completamente y no pude evitar una lágrima, observando embelesado la grandeza de la montaña al recortarse contra el cielo.


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