<<Contribuía
a tanta grandiosidad la sombra del Popocatepetl, gigantesco volcán que de día
lucía su corona de nieve y de noche el fulgor que salía de sus recónditas entrañas.
Cuentan que así que lo vio el Diego de Ordás, dijo: "A esa
hoguera he de subir yo a calentarme".>>
José Luis
Olaizola, Hernán Cortés, crónica de un imposible.
Hacía
tiempo que quería conocer cierta enorme montaña ibérica. La había contemplado
muchas veces desde la distancia, admirando su fornido perfil imponente que
brotaba como un apéndice alejado del cogollo de cumbres y gargantas del macizo
central de la sierra. Su extraordinaria silueta inmensa y su vasta cima
inabarcable hacían de ella una montaña especial, cargada de una personalidad
propia. Tenía apariencia de aventura lejana, de destino primigenio. Desde
siempre, cuando la divisaba en el horizonte, había pensado en lo bravo que debía
ser el ascenso. Al fin no pude evitar el dedicar un día entero a explorar
aquella montaña solitaria, por el mismo embrujo por el que Diego de Ordás tuvo que
ascender al Popocatepetl: la montaña tiró misteriosamente de él.
Bañada por
la luz del estricto amanecer, la lejana pirámide de roca parecía aún más bella.
Desapareció mientras me aproximaba a ella caminando por las zonas bajas entre
robles, admirando alrededor el rugir de los ríos glaciares, respirando la
pureza de la mañana fría, escuchando el metálico cencerreo de las vacas y las
cabras que llenaba las vaguadas. Enseguida abordé una colina que crecía y crecía
para convertirse, dejando a ambos lados barrancos imposibles, en una larguísima
cresta alpina que terminaba en la giba de la montaña. A las tres horas de
ascenso, el camino que seguía por el lomo de la sierra desembocó en una
gigantesca planicie de al menos un kilómetro de longitud, tapizada de hierbas
amarillas. La meseta era tan enorme que en ella había lugar incluso para una
laguna glaciar, cuyo desagüe progresaba cortando el prado pajizo para caer
torrentoso por las gargantas. Al otro extremo de la llanura dorada se ofrecía un espectáculo sobrehumano: despegaba
desde la tierra, abruptamente sobre las morrenas, la verdadera ladera de la
montaña.
Terminada
la aproximación, descansé en un viejo chozo pastoril rehabilitado que destacaba
entre el mar de piornos. El interior olía agradablemente a hollín. Salí afuera
para comer al sol contemplando la amplia llanura alpina. El silencio de la
montaña era total. Como tantas otras veces, aquel día fue de expedicionaria soledad absoluta,
del amanecer al anochecer. Alguien me dijo una vez que “La Naturaleza
con gente no es Naturaleza”; un dicho exagerado, pero con un fondo de razón: sólo
la soledad en el monte conduce a su verdadera comprensión, a la asimilación
completa de su intimidad, a su entendimiento. Aquel silencio que se respiraba
en las montañas, aquella tranquilidad sin límites, esa pureza natural que siempre
se descubre en el monte solitario son la auténtica comunión humilde con la Naturaleza salvaje. Durante todo aquel largo día que dediqué a conocer esas alturas,
valoré aún más si cabe el respeto por las montañas libres y bravías,
indiferentes con los hombres que no las entienden pero siempre abiertas para
aquellos pocos que las respetan como los entes sagrados que son.
El silencio
absoluto que impregnaba todo desapareció cuando varios rebaños y grupos de cabras monteses, sin
motivo aparente, comenzaron a entrar corriendo en la altiplana llanura desde los collados
que la rodeaban. Nunca había visto a las hispánicas en aquella actitud huidiza.
El golpeteo de su trote equino, cuyo eco rompía el silencio, retumbaba fuerte
por el ambiente. Había algo de africano, de primitivo, en el rugido de la carrera
de esos grandes mamíferos que huían sin motivo por los prados amarillos. Me
escondí entre los piornos y batí con los prismáticos la zona de la que los íbices
estaban saliendo alocados, en una vana esperanza de ver por un collado una manada de
lobos que nunca apareció. La huida de los animales quedó sin explicación, pero
la mañana avanzaba y el tiempo apremiaba. La cima quedaba todavía setecientos
metros más arriba, sobre planos inclinados y canchales que había que superar
con las manos.
Nunca
olvidaré aquella dura ascensión final, solo, sin nadie más en las montañas. Dejé la
mochila en el chozón y cargué únicamente la cámara de fotos, el cuadernito de
notas y el bastón, que dado el caos glaciar de piedra y la fuerte pendiente fue
más un engorro que una ayuda. Bebí durante la trepada del agua pura de la
lluvia acumulada en las oquedades de las rocas, tintada ya de un sabor metálico.
Buscaba el inexistente camino entre bloques de granito del tamaño de vehículos. Parecía imposible que aquella inmensa pirámide de rocas fracturadas fuera obra del hielo y el frío. La visión de las largas morrenas de las gargantas y las zonas pulidas por los
antiguos hielos que iban quedando abajo era espectacular, toda una muestra de
la fuerza de una Naturaleza a la que ya hemos perdido definitivamente el miedo.
La cima se veía negra y vertical ante el cielo intensamente azul, como si fuera la torre de
un castillo imposible de atacar, adornada por el racimo de iridiscencias que arrojaba el sol.
Al fin, al coronar la montaña, me asomé a
los bordes de la rolliza cumbre admirando las visión impresionante de aquella
cordillera gris que parecía la obra de mitológicos gigantes, tallada en algún metal antiguo. Soplaba un furioso céfiro frío, y las temperaturas bajaban de cero en la cima durante aquella tarde del mediado mes de octubre. Las mejillas ardían heladas y las manos se entumecían. La escarcha brotaba de la nada en las aristas de las rocas, en los líquenes y en los matojos alpinos. Aguanté los golpes del frío embelesado con el entorno, con la maravilla de la montaña. Mirando abajo, no se veía la figura diminuta de ningún montañero por las
crestas, ni por las escasas trochas, ni en torno a las lagunas glaciares. Sentí
el inmenso privilegio de poder disfrutar de la virginidad de las montañas
solitarias. Intenté atesorar en la retina aquellas imágenes imborrables y
comencé el descenso.
Con el atardecer siempre a la espalda, caminaba deshaciendo lo andado hacia la vera del río, en las tierras bajas, desde donde había comenzado el ascenso al amanecer. Me perdía en la visión de los prados de
montaña dorados por el sol, en el verde de los piornos, en la identificación de
plantas y huellas de mamíferos, parando ante la presencia cercana de los
enormes y negros machos de cabra montés, impresionantes con sus largas cuernas
retorcidas. Después de la dureza de la jornada alpina, anduve el largo descenso sin
prisa, disfrutando de aquella Naturaleza de alta montaña a un paso contemplativo
y tranquilo, deleitoso, que alguien sin sensibilidad natural podría aventurarse
en llamar perezoso y cantimplorero caminar. Pero caminar despacio bajando de
las montañas, con el sol dorado escondiéndose bajo los techos de nuestro mundo
y las sombras de la noche ascendiendo desde los valles, era la mejor forma de
terminar aquella jornada. Sentía que había visitado un templo perdido. Aquella
montaña solitaria, tan conspicua, tan dura y glaciar tenía algo de sacralidad
difícil de explicar. Transmitía un sentimiento hermoso y extraño, que tal vez acertó a definir el
kazajo Anatoli Boukreev, en su percepción por desgracia cada vez más minoritaria:
“Las montañas no son estadios donde
satisfacer nuestra ambición deportiva, sino catedrales donde practicar nuestra
religión”