jueves, 23 de enero de 2020

Lo que enseñan los lobos

Recuerdo, como si fuera ayer, la mañana en la que vi mi primer lobo. Fue en la Montaña Palentina, en un soleado día de octubre. Por entonces yo no tenía ni idea de lobos, ni de su comportamiento, ni de observarlos o rastrearlos. Llevaba dos días durmiendo y vagando por el bosque y a mediodía, una hora pésima para ver cualquier cosa que no fuera aves, hice una última subida a una cresta. Por debajo se extendía un espeso hayedo con unos pocos claros. Al poco de sentarme, en uno de los espacios sin árboles entró un animal, que a primera vista no me pareció demasiado grande. Yo nunca había visto un lobo en el campo y no sabía cómo se movían, cómo reflejaban la luz del sol o cómo se veían sus proporciones con respecto al resto de elementos del monte: porque no tiene nada que ver el observar un animal en su hábitat natural con verlo cautivo o en una pantalla. En un primer momento, por lo inesperado, pensé en un zorro grande, hasta que poco a poco la imagen se aclaró y me di cuenta de que era un lobo con todas las de la ley. No tardó en desaparecer entre las hayas y al poco rato comenzaron a escucharse gruñidos y gran agitación de hojas caídas bajo las copas de los árboles. Varios lobos estaban jugando, apenas a unos metros debajo de donde yo me encontraba. Pero no podía verlos.

Desde entonces, he tenido una casi estrecha relación con los lobos, he disfrutado y aprendido mucho de ellos. Los he visto corriendo veloces y sin temor, una imagen indómita que hace pensar en tiempos remotos. He visto el celo de una pareja reproductora, al final del invierno, junto a un prado lleno de sangre. Los he visto acechando ciervas y royendo huesos. Me los he cruzado a pocos metros. Recuerdo un amanecer inolvidable en que pude ver a los dos ejemplares subordinados de una manada cuidando de tres cachorros, mientras los padres aún no habían regresado. Pese a todas esas visiones fascinantes, no tengo gran interés por la observación en directo; prefiero saber de los lobos caminando y mirando al suelo. Así, con el paso de los años y mucho trabajo de campo he podido aprender sobre ellos. Ahora sé precisar los tamaños de manada en invierno y verano, verificar la reproducción, comprobar sus preferencias alimenticias, estimar los territorios e individualizar los ejemplares y su papel dentro del grupo. Si aquella mañana en que vi mi primer lobo y los escuché jugando bajo los árboles, alguien me hubiese dicho que ahora, a partir de un indicio, iba a poder precisar toda la dinámica de una manada a lo largo del año, no me lo hubiese creído. Lo que antes me parecía imposible es ahora un hábito, una pasión.

Pero los lobos no nos enseñan únicamente a amar la Naturaleza como elemento matriz de la misma que son. Los lobos nos enseñan muchas más cosas. Más que de ellos mismos, acerca de nosotros, los seres humanos. Parecen querer hacernos ver cómo somos en realidad, la vil raza de dos patas que siempre les ha perseguido. En torno a la amarga polémica que rodea a la especie como animal mediático, modus vivendi y chivo expiatorio de mezquinos intereses personales y sectoriales, no se ven más que cobardes y vendedores de crecepelo con más cara que espalda. Te das cuenta de que en el mundo de la conservación, el que es un verdadero conservacionista, sin cobrar por serlo, no es sino un proscrito. Pero no sólo ocurre ahí. La vida es así. Es algo propio de la condición humana: el desinterés es una especie en extinción, como la lealtad y la honradez; la gente sólo mira su inmediato ombligo, su interés personal y sus caprichos, sin importarle el perjuicio o el daño que puedan hacer a otros. Al final, el lobo te enseña a ser desconfiado con todos, pero leal con los verdaderos amigos y compañeros, con los pocos que están ahí. Así se comportan los lobos entre ellos. Y es que hay verdadera sabiduría en esos ojos amarillos. Como decía alguno, los ojos del lobo te muestran la verdad