jueves, 9 de enero de 2020

Mariposas en el prado

"Al día siguiente, saliendo con Miguel, Santos recordó un día lejano, tal vez rondando el año treinta, en que caminaba con ella por la colina, cogidos de la mano. Ella recogiéndose la faldilla y llevando el ramillete de flores primaverales, él con la camisa remangada y la cesta de mimbre. Caminaron cuesta arriba y sintieron calor, riendo cuando tropezaban, mirando hacia abajo la subida que iban dejando detrás. Cuando llegaron al collado se sentaron a la sombra de los árboles que rodeaban el claro y merendaron. Llevaban pan y queso, uvas, y nueces y miel. Al fondo veían su valle, verdeando todavía, agradecido al río cristalino y montuoso que lo llenaba de vida. La sierra gris y pelada como una muralla se alzaba al oeste. Él siempre decía que algún día la escalaría; ella le agarraba del brazo para convencerle de que no afrontara esos peligros. Al norte de ellos el macizo se prolongaba en grandes espinazos montuosos como lomos de dragones, escondiendo pueblos y caminos desconocidos y bosques oscuros. Quedaron sentados en la hierba observando a las mariposas que revoloteaban al amparo del frescor. Las había atigradas, o moteadas como leopardos, y otras eran rojas y negras como las casas de la sierra. Otras eran más sencillas y gráciles y se conformaban con un único color: añil, verde brillante o blanco. Una de las mariposas, blanca como un retazo de nieve que hubiera echado a volar, se acercó a ella y se le posó en la mano. Palomita blanca, ¿qué me traes?, dijo.

     Recordó aquello entonces, sentado años después bajo esos mismos árboles, con Zalamera maneada y ramoneando en el prado. Miguel caminaba despistado por él con un pequeño bastón, soñando despierto en sus pensamientos de niño, rodeado de mariposas como lo estuvo su madre aquel día lejano. Santos se preguntó si, de alguna manera, serían las mismas mariposas. Miraba al chico con la gorra bien calada intentado ocultar la lágrima que se caía por la mejilla como una gota de rocío. Lo vio sentarse frente a una flor y cómo un puñado de mariposas flotaban alrededor de él, como luciérnagas en una historia feérica. Una de ellas se separó y evolucionó hasta el niño, subiendo y bajando hasta posarse en su mano. Palomita blanca, ¿qué me traes?, dijo de repente Miguel. Allí, en aquel mismo lugar.

       Santos se levantó y caminó hacia su hijo aún con el escalofrío atravesándole el cuerpo y con la piel de gallina. Se acercó a él con una sonrisa sincera y feliz como pocas veces enseñaba a nadie. Se sentó a su lado y observaron juntos aquellas mariposas inocentes y puras, que subían y bajaban libando las flores del prado. Escucharon el canto dulce de la brisa que subía desde el valle y parecía perderse en los amplios cielos de la sierra como un canto de sirena lo hace en mares perdidos. Santos se incorporó y cogió a Miguel de la mano. Abandonaron aquel prado amarillo al que nunca más volverían juntos."

La sierra distante, capítulo VII.