miércoles, 12 de febrero de 2020

Kaffi Ilmur

Nunca había visto en ninguna parte que la luz roja de los semáforos tuviera forma de corazón, pero los de aquella pequeña ciudad sí que las tenían así. Daban buena muestra de la paz y buen ánimo con que deben vivir los vecinos de la apacible Akureyri; supongo que a sesenta y cinco grados de latitud norte, enclaustrados entre montañas y fiordos y con largos inviernos con nieve desde septiembre, por fuerza todo se tiene que ver de otra manera cuando brilla el sol. Unos años años antes había pasado por allí, pero no había parado para conocer la ciudad; en esta ocasión sí que me detuve en Akureyri. Llegué en un brillante mediodía, claro y vibrante como sólo son los días soleados en el lejano norte. Pude estacionar en la misma entrada de Hafnarstraeti, la calle principal, que se recorre de arriba a abajo en un abrir y cerrar de ojos. Había algún músico callejero entre la variada oferta de tiendas y restaurantes. Hoy en día, si viajas no puedes dejar de notar una clara homogeneidad en el mundo, que hace que el centro de todas las ciudades, grandes o pequeñas, resulte parecido. Una mezcla de globalización, tiendas y gusto por el buen vivir. Simplificando mucho el ejemplo, puedes tomarte un buen arábica son su dibujo en forma de flor en la espuma, servido por un barista con barba y tatuajes, tanto en Tribeca como en Madrid o Akureyri. Para algunas personas esto resulta poco auténtico, pero para otras es una manera de sentirse cómodas. Yo simplemente lo acepto y procuro apreciar las bondades de este siglo privilegiado que nos ha tocado vivir.

Había leído sobre un pequeño restaurante de la ciudad y decidí buscarlo, cansado de cocinar en la furgoneta. Encontré el Kaffi Ilmur sobre una colina verde que daba a la misma calle principal. Era una casita amarilla de dos plantas, con aspecto de granja o casa de campo. Había llegado pronto y al subir al comedor descubrí que era el primer cliente. El lugar era de lo más hogareño, decorado como la casa de una abuela entrañable, con las paredes amarillas, cuadros redondos y sillas de madera. La comida del día consistía en un bufé de ensaladas y comida casera. Me serví un cuenco de verduras y alubias, y de segundo tomé bacalao, acompañado de puré de patata y tostas de pan de centeno. El sofrito en que estaba guisado el bacalao acentuaba esa cálida sensación que desprendía el resto de la casa. Repetí el segundo dos veces. Comí sentado junto a una ventana, observando un amplio tramo de la calle principal, en el que destacaban dos esculturas de trolls frente a las que algún que otro turista se hacía una foto. Me recordaron las sobadas estatuas de Quijote y Sancho de mi ciudad: al fin y al cabo, cumplían la misma función. Bajé a la cafetería y sin vergüenza me apreté como postre un par de muffins y uno de esos cafés con dibujo en la espuma, de esos que te puedes tomar en Tribeca, Madrid o Akureyri. Mientras lo hacía, pensaba que con aquella comida casera, solo en aquel bonito lugar, había disfrutado sin darme cuenta de eso que hay que hacer en todo buen viaje: saborear, observar y recordar.