sábado, 8 de diciembre de 2012

El hongo barbado


Serían las ocho de la mañana cuando paré a tomar un café. Hacía frío. De un par de chimeneas del pueblo brotaba humo. En el pequeño bar había tres parroquianos. Uno estaba desayunándose un pacharán, para entonar el cuerpo desde bien temprano como se hacía antiguamente. Recordé algunas lecturas sobre la vida tradicional de los trabajadores del campo, que con frecuencia empezaban el día solamente con una copa de cazalla antes de enfrentar la faena. Pregunté al camarero si había panadería en el pueblo. “Ese es el panadero”, dijo, señalando con la barbilla al del pacharán. Era un hombre amable y conversador que me acompañó a su tahona comentando que había tenido suerte, puesto que ya mismo iba a ausentarse para repartir por los pueblos. Compré una pequeña barra caliente, recién hecha, y regresé al coche.

Poco después aparqué no lejos de otro villorrio, en el linde de la carretera, mientras masticaba un trozo del pico del pan. Era un sabor hogareño. Empecé a caminar en dirección sur. Sin apenas darme cuenta, me adentraba poco a poco en una espesa niebla que, unida a la escarcha que cubría el suelo y los arbustos, impregnaba la campiña de una bellísima aura ártica. Escuché el trote de un par de perros lanudos de estampa lobuna que se quedaron mirándome a una distancia prudencial. Eran los guardianes del rebaño que pastaba cerca, cuyos cencerros rompían el silencio de la atmósfera gélida y salvaje que el amanecer invernal daba a esas regiones castellanas. Seguí caminando, rodeando a la vacas, hasta que pude distinguir entre la neblina las copas de los pinos.


Al penetrar en el bosque la bruma había desaparecido. Parecía haberse quedado enganchada a los límites exteriores de la foresta expandiéndose por el campo desnudo; el interior de la fronda era una amplia extensión diáfana de pinos silvestres, algunos de ellos muy viejos pese a la cercanía de los pueblos. Los había que podían llegar a los veinte metros de altura, con gruesos troncos y copas que se desplegaban muy arriba. El suelo esponjoso de humus y acículas estaba cuajado de setas, negruzcas al haberse quemado con el frío de la ola polar que estaba terminando de atravesar la Península. Caminé entre la monotonía del bosque verde, entre los árboles, sin perder el rumbo ni tener que recurrir a la brújula para buscar el sur. Mientras cruzaba la foresta los corzos huían y ladraban. Levanté alguna chocha perdiz, que despegó con un silbido y desapareció entre las coníferas con su vuelo rápido.

Al cabo el bosque terminó y la planicie comenzó a descender hacía el río. Incluso desde cuatrocientos más arriba, antes de emprender la bajada por un angosto barranco, se escuchaba el ruido de la corriente. Siempre que viajo hasta aquellas apartadas sierras y sus ríos siento la misma emoción. No era la primera vez que visitaba el reino gris y secreto del viejo río. Podía decir que lo amaba, que lo conocía muy bien; era uno de los cursos de agua más salvajes, no prostituidos y mejor conservados que pueden existir hoy en día. Allí no existe nada parecido a rutas señalizadas, senderistas, pistas ni facilidades para la gente; supongo que todo permanece como hace siglos por el difícil acceso, o puede que a la administración le haya quedado algo de sentido común para decidir salvaguardar el lugar. Pero lo más probable es que su supervivencia y conservación se mantengan gracias a lo desconocido que sigue siendo el paraje. Las aguas minerales y cristalinas atraviesan montañas, cortan colinas y hozan montes durante muchos kilómetros, casi tan vírgenes como en el pasado. Llegué cerca del río y me asomé despacio desde la altura. Unos treinta metros más abajo veía como una nutria entraba y salía del agua helada buscando truchas, hasta que se perdió entre los brezales de las orillas. Permanecí mucho tiempo contemplando aquel paisaje, a la vez fluvial y montañés. Costaba imaginar una imagen más hermosa, más salvaje, más cuidada, más ajena al hombre que la de aquel río primitivo que nacía de las cumbres y que seguía limpio y puro su curso eterno, como una arteria de las montañas.


Exploré las orillas remontando y descendiendo el curso del río. Junto a él el frío era mayor que fuera del valle. Almorcé unas croquetas de setas que había hecho el día anterior, acompañadas de agua de cantimplora y algunos escaramujos que recogí allí mismo, siempre insípidos y difíciles de comer. El río estaba flanqueado por altísimas laderas empinadas que terminaba entre trescientos y cuatrocientos metros más arriba. Observaba cómo en la solana prosperaban las encinas, mientras que en la umbría todo estaba cubierto de robles, algunos muy grandes y viejos. Opté por regresar cortando en diagonal hacia el oeste por la solana por la que había bajado. Estaba densamente poblada de brezos y jóvenes melojos. Era un caminar difícil e incómodo: pensé en lo lejos que me encontraba de todo, en cuánto tiempo haría que nadie pisaba cualquier parte de esa ladera.

Al pie de un roble encontré una de esas humildes maravillas naturales que se recuerdan para siempre. A unos pocos centímetros del suelo crecía del tronco un hongo enorme y globoso, del tamaño de una cabeza humana, que llamaba la atención por las largas barbas amarillentas que colgaban de él. Lamenté mi profunda ignorancia con respecto a la micología. Al regresar a casa consulté mi gruesa Guía de Hongos de Grijalbo, hasta concluir que aquel hongo de apariencia extraterrestre era un hidno erizado(Hydnum erinaceum). El libro describía el “puerco espín” como “… revestido de largos acúleos de 3-6 centímetros, esbeltos, colgantes, flexuosos, pruinosos. Carne blanca, inmutable, gruesa, cavernosa, blanda aunque algo elástica. Olor acídulo, sabor dulzón. Comestibilidad buena.” He de reconocer que aquella forma de vida era tan impresionante que jamás habría sido capaz de cortarla para dar buena cuenta de ella, más aún encontrándose en un lugar tan sumamente aislado y remoto.


Las horas pasaron hasta que pude salir del primitivo cañón. Caminé por planicies ventosas y desnudas expuestas al frío, en las que quedaba algo de nieve, y volví a atravesar el gran bosque de coníferas. Mientras caía la temprana tarde invernal cruzaba de nuevo las campiñas cercanas al pueblo. Al amanecer eran un gélido paisaje polar, pero al terminar el día el sol las teñía de dorado. Vacas de todos los colores pacían tranquilamente. La jornada moría tan fría como había sido, dado que no se habían superado en ningún momento los dos o tres grados sobre cero. Ya cerca del pueblo me crucé con un ganadero que, vestido con camisa abierta hasta el pecho y una chamarra delgada de entretiempo, empujaba una carretilla. Iba acompañado de una mujer joven envuelta en varias capas de ropa que le hacían moverse con dificultad, además de capucha, braga, bufanda y gorro. Era día festivo, y seguramente se trataba una familiar que visitaba su pueblo, acompañando al vaquero en alguna de sus faenas. “Buenas tardes”, dijimos los tres a la vez, educadamente.