Serían las ocho de la mañana cuando paré a tomar un café. Hacía
frío. De un par de chimeneas del pueblo brotaba humo. En el pequeño bar había
tres parroquianos. Uno estaba desayunándose un pacharán, para entonar el cuerpo
desde bien temprano como se hacía antiguamente. Recordé algunas lecturas sobre
la vida tradicional de los trabajadores del campo, que con frecuencia empezaban
el día solamente con una copa de cazalla antes de enfrentar la faena. Pregunté
al camarero si había panadería en el pueblo. “Ese es el panadero”, dijo,
señalando con la barbilla al del pacharán. Era un hombre amable y conversador
que me acompañó a su tahona comentando que había tenido suerte, puesto que ya
mismo iba a ausentarse para repartir por los pueblos. Compré una pequeña barra
caliente, recién hecha, y regresé al coche.
Poco después aparqué no lejos de otro villorrio, en el
linde de la carretera, mientras masticaba un trozo del pico del pan. Era un
sabor hogareño. Empecé a caminar en dirección sur. Sin apenas darme cuenta, me
adentraba poco a poco en una espesa niebla que, unida a la escarcha que cubría
el suelo y los arbustos, impregnaba la campiña de una bellísima aura ártica. Escuché
el trote de un par de perros lanudos de estampa lobuna que se quedaron mirándome
a una distancia prudencial. Eran los guardianes del rebaño que pastaba cerca,
cuyos cencerros rompían el silencio de la atmósfera gélida y salvaje que el
amanecer invernal daba a esas regiones castellanas. Seguí caminando, rodeando a
la vacas, hasta que pude distinguir entre la neblina las copas de los pinos.
Al penetrar en el bosque la bruma había desaparecido. Parecía
haberse quedado enganchada a los límites exteriores de la foresta expandiéndose
por el campo desnudo; el interior de la fronda era una amplia extensión diáfana
de pinos silvestres, algunos de ellos muy viejos pese a la cercanía de los
pueblos. Los había que podían llegar a los veinte metros de altura, con gruesos
troncos y copas que se desplegaban muy arriba. El suelo esponjoso de humus y acículas
estaba cuajado de setas, negruzcas al haberse quemado con el frío de la ola
polar que estaba terminando de atravesar la Península. Caminé
entre la monotonía del bosque verde, entre los árboles, sin perder el rumbo ni
tener que recurrir a la brújula para buscar el sur. Mientras cruzaba la foresta
los corzos huían y ladraban. Levanté alguna chocha perdiz, que despegó con un
silbido y desapareció entre las coníferas con su vuelo rápido.
Al cabo el bosque terminó y la planicie comenzó a descender
hacía el río. Incluso desde cuatrocientos más arriba, antes de emprender la
bajada por un angosto barranco, se escuchaba el ruido de la corriente. Siempre
que viajo hasta aquellas apartadas sierras y sus ríos siento la misma emoción. No
era la primera vez que visitaba el reino gris y secreto del viejo río. Podía decir
que lo amaba, que lo conocía muy bien; era uno de los cursos de agua más
salvajes, no prostituidos y mejor conservados que pueden existir hoy en día. Allí
no existe nada parecido a rutas señalizadas, senderistas, pistas ni facilidades
para la gente; supongo que todo permanece como hace siglos por el difícil
acceso, o puede que a la administración le haya quedado algo de sentido común para
decidir salvaguardar el lugar. Pero lo más probable es que su supervivencia y
conservación se mantengan gracias a lo desconocido que sigue siendo el paraje. Las
aguas minerales y cristalinas atraviesan montañas, cortan colinas y hozan
montes durante muchos kilómetros, casi tan vírgenes como en el pasado. Llegué
cerca del río y me asomé despacio desde la altura. Unos treinta metros más
abajo veía como una nutria entraba y salía del agua helada buscando truchas,
hasta que se perdió entre los brezales de las orillas. Permanecí mucho tiempo
contemplando aquel paisaje, a la vez fluvial y montañés. Costaba imaginar una
imagen más hermosa, más salvaje, más cuidada, más ajena al hombre que la de
aquel río primitivo que nacía de las cumbres y que seguía limpio y puro su
curso eterno, como una arteria de las montañas.
Exploré las orillas remontando y descendiendo el curso del
río. Junto a él el frío era mayor que fuera del valle. Almorcé unas croquetas
de setas que había hecho el día anterior, acompañadas de agua de cantimplora y
algunos escaramujos que recogí allí mismo, siempre insípidos y difíciles de
comer. El río estaba flanqueado por altísimas laderas empinadas que terminaba
entre trescientos y cuatrocientos metros más arriba. Observaba cómo en la
solana prosperaban las encinas, mientras que en la umbría todo estaba cubierto
de robles, algunos muy grandes y viejos. Opté por regresar cortando en diagonal
hacia el oeste por la solana por la que había bajado. Estaba densamente poblada
de brezos y jóvenes melojos. Era un caminar difícil e incómodo: pensé en lo
lejos que me encontraba de todo, en cuánto tiempo haría que nadie pisaba
cualquier parte de esa ladera.
Al pie de un roble encontré una de esas humildes maravillas
naturales que se recuerdan para siempre. A unos pocos centímetros del suelo
crecía del tronco un hongo enorme y globoso, del tamaño de una cabeza humana,
que llamaba la atención por las largas barbas amarillentas que colgaban de él. Lamenté
mi profunda ignorancia con respecto a la micología. Al regresar a casa consulté
mi gruesa Guía de Hongos de Grijalbo, hasta concluir que aquel hongo de
apariencia extraterrestre era un hidno erizado(Hydnum erinaceum). El
libro describía el “puerco espín” como “… revestido de largos acúleos de 3-6 centímetros ,
esbeltos, colgantes, flexuosos, pruinosos. Carne blanca, inmutable, gruesa, cavernosa,
blanda aunque algo elástica. Olor acídulo, sabor dulzón. Comestibilidad buena.”
He de reconocer que aquella forma de vida era tan impresionante que jamás
habría sido capaz de cortarla para dar buena cuenta de ella, más aún encontrándose
en un lugar tan sumamente aislado y remoto.
Las horas pasaron hasta que pude salir del primitivo cañón.
Caminé por planicies ventosas y desnudas expuestas al frío, en las que quedaba
algo de nieve, y volví a atravesar el gran bosque de coníferas. Mientras caía la
temprana tarde invernal cruzaba de nuevo las campiñas cercanas al pueblo. Al
amanecer eran un gélido paisaje polar, pero al terminar el día el sol las teñía
de dorado. Vacas de todos los colores pacían tranquilamente. La jornada moría
tan fría como había sido, dado que no se habían superado en ningún momento los dos
o tres grados sobre cero. Ya cerca del pueblo me crucé con un ganadero que,
vestido con camisa abierta hasta el pecho y una chamarra delgada de
entretiempo, empujaba una carretilla. Iba acompañado de una mujer joven envuelta
en varias capas de ropa que le hacían moverse con dificultad, además de
capucha, braga, bufanda y gorro. Era día festivo, y seguramente se trataba una
familiar que visitaba su pueblo, acompañando al vaquero en alguna de sus faenas.
“Buenas tardes”, dijimos los tres a la vez, educadamente.