sábado, 24 de noviembre de 2012

Aullidos y amaneceres


Había conducido algo más de cuatro horas durante la noche para alcanzar la sierra bien temprano. Era la primera vez que la visitaba. Llevaba tiempo queriendo hacerlo, pues la sierra albergaba en su interior al animal que es la viva esencia de cuanto queda de salvaje y puro en la Naturaleza ibérica. Al dejar el coche entre unos ocres castaños que crecían junto a una pequeña aldea, eché con la luz interior del vehículo el último vistazo al mapa para terminar de orientarme. El amanecer todavía era incipiente, y fuera no se distinguía más que el negro perfil de los cerros que formaban la serranía: suaves colinas de apenas mil metros de altitud, tapizadas de vegetación. La temperatura descendía de cero: bajé del vehículo ya abrigado, exhalando vaho. Me cargué la mochila, la cámara de fotos y los prismáticos. Mientras caminaba monte arriba, me retiré la braga polar que me cubría la cara para aspirar los aromas familiares del bosque, atenuados por el frío: me llegaba el olor del pino silvestre, de los brezos, de las setas y de la tierra húmeda. Encontré enseguida huellas de lobo en el barro, mezcladas en un caótico baile con las de los venados.

En aquella humilde sierra existía la mayor densidad de lobos de Europa Occidental. Para encontrarlos en mayor número haría falta desplazarse tal vez hasta los lejanos territorios rusos o puede que hasta Alaska. En los pueblos incluso había gente que vivía del lobo, con unos pocos alojamientos rurales enfocados a naturalistas y aficionados que buscaran al cánido o pequeñas empresas que preparan, con vehículos todoterreno, esperas organizadas para tratar de ver una grey de lobos. Tras haber leído días antes sobre la realidad del lugar, había concluido que pese a la densidad allí del Canis lupus, no era el mejor sitio para intentar verlos. Las manadas son muchas, con territorios de campeo pequeños, pero puede resultar imposible localizar lobos en una sierra completamente tapizada de pinos y brezos si no se conocen de antemano sus lugares frecuentes de paso. Pese a la dificultad que ofrecía la propia geografía, aquel cúmulo de montes suaves era uno de los últimos refugios del signatus, y tal vez uno de los más importantes para su supervivencia. El encuentro que tuve con un lobo solitario unas semanas atrás, algo más al norte, convertía en irrefrenable el deseo de conocer por mi cuenta un lugar que esconde semejante tesoro.


Bien pronto, en la hora fría que precede al alba, comencé a distinguir entre la neblina ciervos huyendo en la espesura. Su presencia descartaba casi del todo la presencia de lobos en las inmediaciones. Procuré no desanimarme y trepé, en semioscuridad, hasta la cima del monte para hacer una primera espera. El bosque estaba empapado de rocío y al poco rato estaba totalmente mojado, sucio y lleno de barro. La inextricable selva de brezos y robles jóvenes me resultaba, como siempre, un desafío para la paciencia. Al llegar a la cúspide del cerro encontré una pequeña cresta rocosa que dominaba amplias garrigas cubiertas de brezo y un par de anchísimos cortafuegos. Acurrucado entre las rocas, contemplé el amanecer y pude ver allí cómo el sol terminó de salir y la luminosidad invadió la sierra. Estaba a punto de recoger los bártulos para comenzar a andar de nuevo cuando pude ver, plantado en medio del claro que tenía enfrente, a uno de los mayores ciervos que he encontrado hasta la fecha. La primera impresión que tuve fue la de ver allí un alce, o un megacero, uno de esos gigantescos cérvidos prehistóricos: tal me pareció, allí solo, la estampa majestuosa y primitiva del hermoso animal.


El sol dibujaba la poderosa musculatura del ciervo bajo el pardo pelaje, una fortaleza resaltada por el recio cuello blanquecino y la impresionante cornamenta; los altos brezos apenas le llegaban por el vientre. El venado me miraba fijamente, ponderando tal vez la naturaleza del hombre que tenía frente a él, sentado entre unas rocas. Los ciervos suelen salir huyendo ruidosamente, o se alejan al trote a la menor presencia humana; sin embargo aquel viejo macho continuó a paso lento entre el brezal, cruzando el claro, escorándose levemente en dirección al bosque. Estábamos cerca: pensé que si yo hubiera sido un cazador, habría podido abatirlo de forma certera sin usar siquiera ningún tipo de mira telescópica. Pero estoy convencido de que el ciervo comprendía que yo no representaba para él ninguna clase de amenaza, que no era otra cosa que una parte más de la naturaleza de la sierra aquel día. Sé que pude admirar a placer y a corta distancia semejante animal simplemente porque él mismo consintió en ello, porque me permitió ocupar pacíficamente aquel rincón de su territorio. No pude dejar de considerar su actitud como un pequeño regalo que hizo aún más especial el encuentro.

Cuando el venado desapareció entre el pinar, bajé de mi atalaya y me dediqué a recorrer libremente la sierra. Era un ambiente familiar. Aquellos montes habían sido antiguamente deforestados y roturados en su totalidad, hasta que a mediados del siglo pasado fueron, como tantos otros, objeto de masivas repoblaciones a base de pinos, principalmente de las especies sylvestris y pinaster. Aparecían de cuando en cuando buenas manchas de Quercus pyrenaica, la vegetación climácica de la sierra. La mayor parte de los robledales eran jóvenes; pero al perderme por los intransitables bosques sin caminos encontré algunos robles centenarios, seguramente los últimos supervivientes de las antiguas dehesas comunales. Aquellos gigantes ahora viven sofocados entre un mar de pinos donde sus retoños apenas reciben la luz necesaria para prosperar. Bajo las copas, el sotobosque de la sierra eran interminables superficies de ericáceas, Erica umbellata y aragonensis, no faltando tampoco la Cistus ladanifer, los romeros ni los tomillos. Salvo en el entorno de los pueblos, apenas existían prados abiertos. Tal vez por eso aquella sierra era refugio de tantos lobos. Abundaban el corzo, el ciervo y el jabalí; había poco ganado y no había en muchas millas alrededor mejores parajes en los que pasar desapercibidos.


Cuando cayó la noche, regresé al vehículo y me dirigí al pueblo donde tenía reservada habitación en un modesto hostal-restaurante. Me acomodé y al rato salí a dar un paseo por la villa. A las siete de la tarde era ya noche cerrada, de castellano e invernal frío seco. No se veía a nadie por las calles. Pese a que allí vivían alrededor de ciento cincuenta habitantes, muchísimo para los pueblos serranos que acostumbro a visitar, se respiraba una soledad aséptica, una soledad más difícil de asimilar que aquella que existe en las pequeñas aldeas donde vive apenas un puñado de personas. El pueblo era algo así como la cabecera de la sierra: tenía un par de diminutas sucursales bancarias, alguna tienda, panadería, un pequeño supermercado y dos o tres bares. Me dirigí a uno de ellos a tomar una cerveza. Mientras la bebía hojeando el periódico de la provincia, el camarero me caló enseguida y preguntó si había ido allí a ver lobos. Contesté que sí, pero que no había tenido suerte. Me explicó que Hay muchos pero es difícil, hay mucho brezo y mucho pino. Viene gente de Francia y de Alemania hasta aquí para verlos. Hay quienes los ven a la primera, y otros que pasan varios días todos los años y no ven nada.

El día siguiente desayuné rápido en la habitación y antes de que amaneciera me dirigí a la zona sur de la sierra para conocer otras regiones. Las esperas fueron estériles; a pesar de todo, a media mañana llegué a escuchar un aullido agudo y lastimero, lobuno, que salía del interior de un valle poblado por un pinar espeso. El prolongado grito ululante resonó entre las colinas. Era como una llamada primigenia y salvaje que me dejó clavado en la tierra. Me adentré en el lugar siguiendo el curso del arroyo seco, que progresaba durante varios kilómetros entre las laderas cubiertas de árboles que se alzaban a los lados. Caminé con cuidado, aprovechando el viento en contra, pero en aquel luengo valle oscuro no había más que ciervos. Comenzó a nublarse. A la tarde lloviznaba sin remedio y, a cobijo de otro bosque de pino albar, dediqué un par de horas a buscar salamandras, tejoneras y setas. Había por allí abundantes rebozuelos, carboneras, falsas oronjas y varios tipos de setas diminutas que no reconocía. No toqué ninguna, pues pensé, como siempre, que bastante tienen los hongos con la nueva moda de la micología y nuestra previsible falta de mesura.

Cuando cayó la temprana y larga noche invernal, regresé al pueblo y volví al mismo hostalillo a por otra espirituosa cerveza. El posadero adivinó enseguida que había sido otro día sin suerte. Pero no importaba. Había pasado dos días solo por uno de los últimos santuarios del lobo ibérico: una sierra reforestada, brezosa y pinera, casi vulgar, pero en la que había escuchado aullidos y había encontrado huellas y rastros continuamente. No haber visto al lobo casi era lo de menos. Regresaba a casa satisfecho de haber podido recorrer y conocer la misma tierra en la que ellos viven, en la que el lobo prospera. Pensaba, al final, en una diminuta aldea que conocí allí en una de las tardes oscuras, un villorrio de otra época donde creo que viven hoy en día cinco o seis personas. Era una aldea que testimoniaba tal vez la esencia natural de la España de siglos atrás: una aldea en la que, todas las noches, deben escucharse todavía los hermosos aullidos del lobo.