viernes, 21 de diciembre de 2012

Taiga


Leía en esos días Dersu Uzala, la popular obra literaria rusa que narra las expediciones, a principios del siglo XX, del explorador Vladimir Arseniev a través de los confines de la todavía entonces desconocida Siberia Oriental. En el libro, imprescindible en cualquier biblioteca naturalista o de viajes que se precie, Arseniev y sus hombres son guiados a través de la taiga del río Ussuri por el cazador de la tribu hedzen Dersu Uzala. El valor del manuscrito no se reduce a su cálido reflejo de la hermosa relación de amistad y empatía que surge entre los dos hombres, sino que reside también en su eterno canto al mundo salvaje, en ser un maravilloso homenaje a la Naturaleza: Arseniev desarrolla una prosa sencilla y precisa para describir los bosques de la taiga, los grandes árboles, el duro clima, la soledad, el perfil de las montañas, las aguas de los ríos salvajes, la vida de los pobladores, los fascinantes encuentros con animales, los lances de caza y las interminables caminatas y pernoctas.

Me quedaban unos pocos capítulos para terminar el libro. Lo llevaba en la mochila, así como en la cabeza. Pensaba en sus íntimas descripciones de la taiga mientras, temprano en una mañana de diciembre, había improvisado mi propia expedición y me internaba en las viscosas nieblas que surgían desde el fondo de un laberinto de profundas gargantas. No se veía nada, pero sabía que en muchos kilómetros a la redonda no había más que cortados y bosques de coníferas. El carril que seguía penetraba en la densa bruma. Los árboles de la parte alta de los páramos aparecían espaciados como negros centinelas silenciosos. Algo adelante percibí la figura de un animal distraído ramoneando el suelo; aguzando la vista entre la neblina, pude distinguir el perfil de un venado. Me desplacé hasta que hubo una sabina entre ambos y me acerqué poco a poco, procurando pisar zonas herbosas y blandas. Recordé las descripciones que hacía Arseniev acerca de las habilidades del cazador Dersu. Al llegar al árbol, asomé la cabeza. El ciervo ya estaba mirándome, atento. Despacio, apunté y disparé. La red de niebla impidió que la cámara enfocara y saliera una buena fotografía. Preferí no intentarlo de nuevo y contemplé al animal, apenas a diez metros, hasta que decidió retirarse y desapareció a paso lento entre la boira.



El carril comenzó a descender hacia la selva y las nieblas quedaron suspendidas arriba. El mundo se clarificó y mostró en su plenitud lo agreste de los montes. En cualquier dirección sólo se veía un uniforme color verde oscuro, formado por millares de pinos salgareños y rodenos. Conforme bajaba admiraba en las laderas del otro lado del escarpe la enorme magnitud de los barrancos, la inmensidad de las caídas y el desafío imposible de los precipicios. En las zonas más inclinadas sólo lograban agarrarse algunas duras sabinas. En todos los cortados destacaban zonas blancas que delataban la presencia abundante de aves rapaces: con los prismáticos distinguía en la distancia decenas de buitreras, así como nidos de águilas perdiceras, reales y halcones peregrinos. Un silencio opresivo reinaba sobre todo el entorno. No escuchaba nada más que el sonido de mis propios pasos y un leve rumor que brotaba del fondo de los cañones, pero que no era el sonido del agua: era el sonido del silencio. De cuando en cuando todo se agitaba si algún gran animal invisible arrancaba desde su encame y atravesaba ruidosamente el bosque.

Arseniev exploró monte a través las cordilleras del Sihote-Alin y de Da Dian-chan, y el curso de los ríos Ussuri, Oula-khé e Iman. Pero durante la mayor parte del tiempo, recorrió los montes siguiendo los estrechos senderos antiguos que atravesaban la región, cortando a través de las taigas de coníferas y los bosques boreales de las más diversas especies. Eran senderos angostos por los que la comitiva avanzaba en fila india, senderos utilizados ya entonces desde tiempo inmemorial por tramperos, pescadores o buscadores de ginseng. Cuando el embarrado carril que seguía se fue diluyendo hasta convertirse en estrecha senda, supe que aquella trocha era igual que los caminos que siguieron Arseniev y Dersu Uzala: una delgada cinta ilegible en la inmensidad de los bosques y laderas, por la que únicamente podía avanzar, a veces con dificultades, una sola persona o animal. En aquellos pagos que recorría también hubo hasta hace no demasiados años tramperos, pescadores o resineros que vivían día a día por esos caminos perdidos, hoy salvados de ser naturaleza comercial. Supe que poder contemplar aquellos paisajes bravíos que me enmudecían, a través de aquel vericueto desconocido, era un privilegio que no habría cambiado por nada.

A mediodía alcancé una zona más abierta donde en unos pocos cientos de metros se encontraban varios cauces, la mayoría secos, que llegaban hasta allí tras haber horadado la tierra en barrancos de hasta doscientos metros de profundidad. Cada uno de ellos parecía competir por los demás por ver cuál era el más escarpado, el más boscoso, el más salvaje. Aquel dédalo era sin duda “la exasperante monotonía de la variedad infinita”. El camino, que por las costras de barro que mostraba la vegetación en torno a él demostraba que no era ya mantenido más que por los jabalíes, saltaba una serie de lomas bajas siguiendo el curso del río. Un movimiento en masa llamó mi atención: en la colina de enfrente apareció un nutrido grupo de jabalíes. Al menos diez correteaban huyendo, buscando reparo en los árboles antes de cruzar el claro hasta el siguiente árbol. Disparé algunas malas fotografías, prefiriendo observar a las fieras. Había cuatro ejemplares grandes y negros, crestados, cuyos salientes colmillos blancos podía distinguir, seguidos de unos cuantos ejemplares más jóvenes de color pardo rojizo. Tardaron unos pocos segundos en coronar la loma y bajar por el otro lado, desapareciendo. Cuando huyeron, el que debía ser el líder volvió a emerger, mirándome atentamente, con la gran cabeza canosa y las orejas grandes como manos enfocadas hacia donde estaba. No emitió los rugidos amenazadores de costumbre cuando se sienten amenazados o sorprendidos: se limitó a asegurarse de que no los seguía, para volver de inmediato con su manada.


 
Caminé el resto del día a través de los bosques al pie de los acantilados, espantando a los mosquitos que aun siendo diciembre atacaban ansiosos. Aspiraba el denso y familiar aroma de los tomillares y romerales salvajes. De cuando en cuando me detenía a contemplar alguna sabina especialmente longeva, de tronco retorcido y perfumado, o degustaba el sabor a ginebra de las bayas de los enebros. En algunas zonas, la trocha estaba tan embarrada que las botas doblaron su volumen y el pantalón cambió de color hasta por encima de las rodillas. Me escondía entre le vegetación cuando pasaba por debajo de grandes cortados, algunos de los cuales caían hasta cien metros a plomo, tratando de no molestar a las aves y de poder contemplar a placer las evoluciones de los buitres. Escuché fuertes silbidos que delataron la presencia de cabra montés: en efecto, me crucé un par de veces con hembras acompañadas de cabritos del año. Algún macareno huyó entre la espesura. En el fondo de los cañones percibí las ruinas de antiguas construcciones, con toda probabilidad viejos molinos. Hasta hace cuarenta o cincuenta años, todos los inviernos caían grandes nevadas en la región, que garantizaban que pese a las filtraciones propias de todo karst los ríos corrieran durante todo el año. Hoy apenas nieva, y los ríos están casi todos muertos. Las ruinas de los viejos molinos, convertidas por el tiempo en un elemento más del ecosistema, estremecían al pensar en la dureza de la vida y la extrema soledad de los hombres que los manejaban.

Cuando caía la tarde trepé la falda del cañón y volví a salir de aquel profundo espacio de bosques oscuros. La cima del páramo era seca y ventosa. A unos tres o cuatro kilómetros distinguí la silueta de algunas casas: era el pueblo desierto al que debía dirigirme, hoy poblado por cuatro ancianos y muchos gatos. Me di la vuelta para contemplar por última vez el inmenso espacio de laberintos verdes y barrancos imposibles que se extendía abajo. Era un mundo secreto, una suerte de interminable oasis de vida, agua y verdor en un altiplano desierto, como si una gigantesca herida abierta en la tierra seca por un dios antiguo se hubiera convertido en el paraíso terrenal. Era un eterno bosque de coníferas que ha sobrevivido a todo, llegando hasta nuestros días tras haber protagonizado una génesis de milenios. Haría falta toda una vida para conocerlo bien. Pensé que las soledades de la taiga del Ussuri que recorrieron Uzala y Arseniev no debieron ser, en su esencia, muy diferentes: la quietud, la lujuria vegetal y la bulliciosa vida animal que encontraron seguro que fueron similares. Ambas regiones eran reinos secretos. Recordé una cita de Wallace: “La naturaleza parece haber tomado todas las precauciones para que este, su tesoro más preciado, no pierda su valor por ser demasiado fácil de conseguir”. No pude sino desear con fuerza que todo continuara igual de solitario y salvaje para siempre.