jueves, 2 de junio de 2011

Noche en la paramera

Al rato de amanecido el día, el coche quedó aparcado a la vera de una sabina. Me sorprendió el fuerte viento que hacía bajar radicalmente la sensación térmica. Decidí amarrar una manta más a la correa del petate. Dejé entonces el carril y comencé a caminar campo a través, rumbo norte y sin objetivo definido, por el gran páramo soriano.

La jornada fue soleada de principio a fin, pero el fuerte viento frío convirtió éste día de avanzada primavera en algo puramente invernal. Ni siquiera plantarse al sol compensaba el efecto del gélido viento del noroeste, así que opté por no dejar de caminar en todo el día para generar algo de calor, dado que no llevaba la ropa adecuada.

Me encontraba en un gran páramo que ya visité hace un par de meses. La gran extensión de sabinas espaciadas era muy agradable y fácil de andar, y parecía buena idea hacer noche en ella. Antes de eso, pude aprovechar el día completo, que pese a climáticamente desagradable, pasó rápido. El mero hecho de contemplar el desierto en primavera, con sus lozanas sabinas y sus prados floridos, merecía la pena.



Abundan en este páramo antiguas chozas, algunas en buen estado, prueba de que se usaban hasta hace pocas décadas. Es raro no toparse por doquier con los muros derruidos de encerraderos de ganado y pequeños refugios, construidos tosca pero eficazmente con rocas calcáreas.

En muchas de estas construcciones aún no se han derrumbado las techumbres. Es un placer entrar en ellas y observar el buen trabajo sobre los grandes troncos de sabina, pudiéndose leer todavía la marca clara del hacha o el machete para trabajar las esquinas de vigas y cuñas.



Siempre es agradable encontrar estos sitios. Ejercen la casi la misma fascinación que un gran ruina de la Antigüedad. Las Pirámides de Egipto o el Coliseo de Roma, en su magnificencia, carecen de la humildad de las bellas chozas castellanas.

En estos lugares del desaparecido mundo rural, viejos, abandonados y algo lóbregos, es muy interesante leer las señales de los antiguos usos. Zarzamoras o escaramujos plantados en la puerta, caminos de piedras planas hacia algún lugar, salidas de aire o ventanas disimuladas. De vez en cuando, sobre todo en las desmenuzadas puertas o en las vigas de sabina, a veces se ven viejas inscripciones. No es necesario ser grafólogo para darse cuenta de que la caligrafía no es actual.


El bosque junípero de este desierto es común tanto en la paramera castellana como en otros continentes a la misma latitud y de similar clima, como los desiertos de Arizona. Llevaba para los descansos una lectura muy apropiada: Los indios Pueblo y Navajo de Arizona y Nuevo México y su relación con los españoles. El paisaje que veían los ojos al levantarlos del libro era el mismo que evocaban las palabras en la mente.

A partir de media tarde, me dediqué a buscar algún buen lugar donde pasar la noche. Recorrí alguna cresta, vaguadas, lomas y altos. Los fondos de barranco parecían resguardados del viento pero también eran querenciales para el jabalí.


Finalmente decidí montar el refugio en una alta mesa, bien poblada de sabinas y protegida por otra frente a los vientos del norte. Entre dos árboles jóvenes planté el refugio para hacer una noche que iba a ser fría, ventosa y sobre todo, incómoda. Tanto que antes de que sol desapareciera del todo, opté por dormir, sacrificando las vistas del anochecer, dado que el frío y el viento eran demasiado intensos como para estar fuera. Al parecer la temperatura nocturna estuvo más cerca de los cero grados que de los cinco.

La mañana fue aún más desapacible, ya que venía nublada. Para desayunar tenía algo de jamón, tortas de maíz y tomillo que había inficionado en frío en el vaso de una cantimplora. Sorprendentemente, el agua helada consiguió extraer de sus hojas todo el sabor y seguramente las propiedades de esta planta reparadora.



El regreso resultó ser rápido. Trazando la trayectoria en línea recta monte a través, en apenas tres horas alcancé el punto de partida. El cielo se iba cubriendo de nubes. El ventoso y extraño día anterior me había dejado la cara quemada por el sol, los labios erosionados por el viento y un leve enfriamiento. El clima continental, sin concesiones, de esta paramera castellana, no perdona.