miércoles, 15 de junio de 2011

La senda entre los pueblos

Rondando las cinco de la tarde, el coche había quedado aparcado entre las deterioradas casas de pizarra de un pueblo ayllonense. Descendía por la ladera en dirección al río, el jovencísimo Jarama que baja frío, cristalino y truchero, atravesando las montañas cuando aún es una corriente inmaculada.

Iba a dedicar la tarde a visitar las laderas de un valle que ya hollara el verano anterior, donde encontré un poderoso farallón de cuarcitas, hogar de buitres, formado por una serie de inmensas láminas de cuarcita, casi una serie de cuchillos gigantescos que emergen de la ladera como las costillas de una piel seca.

La senda antigua que tomé conducía hasta las aguas dulces. Se trataba de un camino muy viejo, posiblemente de orígenes prerromanos, que comunicaba el pueblo del que partí con otra aldea, una de las más ignotas de estas montañas.

Un viejo sendero, mantenido a lo largo de las centurias por el paso intermitente del ganado y de los pocos pobladores que bajaran de vez en cuando a pescar. Seguramente antaño disfrutó de un tránsito moderado de carboneros y vecinos, que lo usaban para visitarse o traficar con los bienes de primera necesidad de la vida diaria de una tierra que carecía de agua corriente, electricidad, carreteras o servicios médicos hasta bien entrados los años cincuenta.

Antes de llegar el río, aparecen de cuando en cuando grandes láminas de piedra colocadas con maña a modo de antepecho para evitar que la senda se diluyera en la ladera. Más adelante, ya superado el río y en las lomas altas, se edificaron también muros intentando detener los canchales, pero que se han visto superados por el comportamiento líquido de los corrimientos de ladera. Pruebas de que antaño estas gentes se preocupaban de mantener el sendero abierto frente a las fuerzas de la naturaleza.



El río bajaba con fuerza. Existen un par de cabezas de puente, con el arco derruido hace muchos años. Para cruzarlo no hay otra manera que avanzar con cuidado entre las grandes piedras resbaladizas del fondo, haciendo frente a la corriente, más fuerte de lo que podría parecer en un principio. A pesar del alto calor ambiental, el agua fría se sentía como una aguja.



Ya arriba, el camino desemboca en un farallón de vistas espectaculares. A lo lejos se ve el pueblo entre los campos. En primer plano, los cuchillos de cuarcita, circundando al río, que rugía ya muy abajo. La caída imposible y la caprichosa superposición de las rocas, amén del tupido bosquete esclerófilo,  convierte esas laderas en intransitables. Pensé lo mismo que en mi anterior visita hace un año: qué buen hábitat sería éste para el lince ibérico.

La dimensión espectacular de la pendiente y los barrancos saltaba a la vista con el vuelo de los buitres, puntos diminutos entre las paredes de roca, impracticables e inconmensurables.




Tras el farallón, el camino continuaba volviéndose más agreste, destacando la asociación, no siempre habitual, entre encinas y helechos. Cuando se piensa en bosque mediterráneo vienen a la mente garrigas espesas e incómodas, o dehesas espaciadas, escasas en agua. Aquí sin embargo, en uno de tantos microclimas aylloneneses, la humedad es alta al bajar pequeños regatos y al abundar la sombra entre las amplias copas de las Quercus rotundifolia.

Más adelante, asomaban ya algunos tejadillos de la otra aldea, entre vueltas y revueltas del camino. No quería postergar la vuelta por la inminente noche, de manera que emprendí el regreso, viendo ahora la senda desde una nueva perspectiva. El atardecer la volvía si cabe más misteriosa.

Para vadear el río por segunda vez, me hice un modesto cayado desbastado de una gran rama muerta de jara. Aunque escogí otro  paso donde el agua era más mansa que el anterior, estuve a punto de caer a pesar del nuevo apoyo. Una vez en la otra orilla, empapado hasta la cintura, me esperaba al borde del agua un viejo fresno, junto al cual me senté sobre el barro para disfrutar de su silenciosa compañía.


Ya de regreso en el pueblo, topé con tres señoras mayores que paseaban por las pocas calles. Una me habló con esa característica ruda sencillez castellana:

- Tú que eres, ¿guarda?
- No, estoy sólo de visita.
- Ah, como te veía con esos pantalones… ¿qué has ido al campo?
- Sí, he estado por el río.
- Eso está bien hijo… que disfrutes de esos paisajes.

Tenía mucha razón.