sábado, 14 de mayo de 2011

El Zambeze andaluz

La sucesión de cerros cónicos, tapizados de verde, no estaban tan cubiertos por brumas y nieblas como hace cinco meses, en pleno invierno. Pero el amanecer primaveral era lóbrego como entonces. Día de nubes, claros, calor y amenaza de lluvia, todo ello para acrecentar el exotismo pseudotropical de estos valles tan agrestes. La infame carretera serpenteaba entre laderas dejando adivinar más allá una sucesión infinita de lomas y valles. Comencé la marcha en un pontón que saltaba sobre un arroyo, el cual desembocaba en un río de apariencia africana.

Regresaba en primavera a uno de los mayores cauces de Sierra Morena esperando disfrutar de la explosión de su naturaleza. El gran río que descubrí entonces profundo y caudaloso, tras haber dejado un atroz rastro de destrucción tras el paso de la riada, dejando laderas y árboles arrasados, apenas lleva en la madura primavera un cuarto del agua de aquel día. Estancándose en varios lugares pero formando multitud de vados pedregosos, siendo apenas una lámina cristalina en varios puntos, este Zambeze andaluz ofrece un paisaje sorprendente.



El día despertó nublado y oscuro, lo cual alargó la jornada de los animales nocturnos. A lo largo del día pude disfrutar de las carreras de más de treinta ciervos, hembras y jóvenes del año pasado, solos o en pequeños grupos. Arrancaban de forma explosiva de entre las dehesas y garrigas alrededor del río, e incluso del interior del espeso tarajal del mismo cauce. Ciervos libres, fuera de los vallados que son nota predominante en Sierra Morena.

Entre un pinar, distinguí un grupo de rayones. La jabalina estaba hozando el suelo a pocos pasos. Me detuve. Al momento alzó la gran cabeza, alerta, enfocando las orejas hacia donde estaba, mientras emitía acompasados rugidos profundos y amenazantes. Como norma general, los jabalíes siempre huyen ante el hombre, pero las hembras con crías atacan sin dudar si las ven en peligro.



Aceptando el desafío, pues debía continuar, consideré importante mantener mi posición procurando no mostrar miedo, aunque lo tuviera. Tras un breve pero muy tenso momento, el jabalí emprendió la retirada, no sin girarse totalmente cada pocos pasos sin dejar de emitir sus guturales ronroneos de advertencia, hasta perderse entre los árboles. Cuando los animales desaparecieron, traté de desviarme un poco procurando dejar distancia con la dirección que tomaron los animales.

Arroyos tributarios

Más adelante, tras un recodo, el río se ensanchaba y comenzaba una amplia zona de playas y desembocaduras de algunos arroyos tributarios. Estos vallejos que nutren al gran cauce son parajes más sencillos de explorar que el propio río, casi siempre inaccesible. Siempre conforman una naturaleza más íntima y ajena que los espacios abiertos. Los pequeños valles de arroyos secundarios son la joya que siempre busca el naturalista.

En estos lugares más estrechos y recogidos, la vida se mostraba en su apogeo. Los arroyos cristalinos que nutren el río estaban jalonados por adelfas y tamarindos, ausentes en las playas de roca disgregada y arena oscura. Sobre ellas, praderas de verde intenso tapizadas de mil especies de flores, antes de llegar a las grandes encinas de la abigarrada dehesa natural. Todo ello enmarcado por los intensos, acres y salinos aromas de la naturaleza ibérica. La España salvaje en estado puro.




En estos rincones gustaba de sentarme en la playa para tomar un poco del sol que se escapaba entre las nubes. Desde la misma arena podía observar, mascando algo de menta silvestre, los devaneos de los peces y ranas, el pulular de los cangrejos, el patrullaje de los galápagos o el nado grácil de las culebras. En la arena, estaba rodeado de huellas de ciervo, meloncillo y gato montés. Sobre este escenario idílico los irisados abejarucos emitían su silbido africano, un rumor agudo que contrastaba con el sordo correr del agua. Pero sobre todos los sonidos destacaba el del silencio.

El río de los galápagos

De siempre muy abundantes en estas serranías, los galápagos leprosos acompañan el camino con el chapoteo que provocan al arrojarse al agua cuando se ven sorprendidos soleándose en la orilla. A veces parece que estén cayendo grandes rocas al agua. Se trata de animales dóciles, sobre los que siempre pende la amenaza de verse sacados de su hábitat por aquellos que no entienden que un animal salvaje forma parte de un ecosistema. Sin embargo, en estas aguas escondidas no temen más que al alimoche y la mangosta.



Desde siempre he encontrado en estos arroyos de Sierra Morena restos de conejos en el agua o en la orilla, junto a huellas de galápagos o entre ellos mismos. Es uno de esos recuerdos de infancia que siempre me han hecho sentir una fascinación casi reverencial por esta naturaleza. Nunca he llegado a saber si esperan a gazapos al acecho o arrastran hasta el agua cadáveres que encuentren por los alrededores.


Y el arroyo de las culebras

Gracias al considerablemente bajo nivel del agua tanto del río como de los arroyos en comparación con la expedición de cinco meses atrás, puede avanzar más distancia hasta que la propia geografía me cortó el paso en mi orilla. No había tiempo suficiente como para preparar un hatillo impermeable y salvar el río, así que era menester emprender el regreso.

Aun con el calor de la tarde, de entre el tarajal y las garrigas de alrededor del cauce no dejaban de levantarse ciervos, que causaban gran alboroto y sobresalto entre la quietud del ambiente. El sol y las delgadas nubes hacían resaltar el brillo del bosque mediterráneo, haciéndolo resplandecer en un paisaje de verde luminoso, casi tropical.


Para regresar volví a tomar el arroyuelo que en dos ocasiones ya me ha llevado hasta este gran río. El bajo nivel del agua, apenas una película cristalina con algunas pozillas llenas de algas, me permitía avanzar por el propio cauce. Estaba buscando culebras, y las condiciones no podían ser más propicias: agua, una tarde calurosa y abundantes renacuajos.

Así pues, a cada rato de marcha me topaba con una joven culebra viperina, hasta diez en poco más de una hora, las cuales se habían repartido de buenas maneras el arroyo colocándose casi en tramos equidistantes uno de otro. Todas eran culebras de corta edad, siendo una pena no haber podido dar con algún ejemplar viejo, de los cercanos al metro, que también abundan aquí junto a culebras de herradura, bastardas y de escalera.




Las culebras viperinas, como todas las culebras ibéricas, son totalmente inofensivas. A pesar de que hinchan los carrillos y presentan un zigzag en el lomo pretendiendo imitar a las víboras, ni siquiera abren la boca, siendo su única defensa orinarse encima emitiendo un fortísimo olor, amén de regurgitar alimento, lo cual tampoco es agradable. Casi todas estas pequeñas serpientes estaban ahítas de renacuajos, y sus jóvenes cuerpos presentaban los inconfundibles abultamientos de la digestión en los ofidios. Fue una serie de encuentros apasionantes, pues a cada rato distinguía entre las rocas del fondo la silueta parda y ajedrezada de una de mis apreciadas Natrix maura.



Tras una jornada larga marcada por el calor y los encuentros con animales, alcancé el coche al atardecer. Una vez regresando al pueblo a través de la serpenteante carretera que atravesaba magníficos montes, muchos de ellos puro monte mediterráneo, con su abigarrado bosque de encinas y garrigas, pensaba en la locura de haber hecho más de mil doscientos kilómetros en dos días solo para volver a explorar ese río. Sin embargo el viaje había merecido la pena. Para reponer fuerzas, nada mejor que una cena con algo típico de estas serranías del sur, unas cabrillas aderezadas con hierbas propias del monte mediterráneo. Brillante.