viernes, 17 de junio de 2011

El triste campanario

Las tardes de verano ofrecen al naturalista días prolongados marcados por la malsana canícula de media tarde que poco a poco se va suavizando hasta los frescos y dorados atardeceres. Antes de que comience el verdadero estío, aún hay agua casi por todas partes en las montañas de Ayllón. Un cúmulo de circunstancias que invitan a hacer un esfuerzo y dedicar, tras la jornada laboral, unas cuantas horas del día a desplazarse a las faldas de la sierra y echar a andar hasta la noche.

Como de costumbre, el coche quedó aparcado entre las casas negras de pizarra. Abandoné el pueblo bajando por su barranca, siguiendo un sendero, hasta frescos bosquetes atravesados por arroyos límpidos recién nacidos. Al salir del vallejo, comenzaba uno de los paisajes por desgracia característicos de muchas tierras: un tupido jaral de ramas duras y hojas pegajosas, difícil y agobiante de transitar. El sendero se perdió entre las matas. Tras media hora de luchar contra la jara, en esas cinco de la tarde y bajo ese sol del que se habían escondido incluso los lagartos, decidí subir a un viejo muro de pizarra para buscar una salida dentro del mar hojas pegajosas. Allá a lo lejos, cortando el soto, parecía destacar la línea parda de una pista forestal.



Una pista que terminaba en las aguas del alto Jarama. La pista facilitó escapar de la trampa pegajosa del jaral, pero al llegar al río, el paisaje invitaba a andar por libre. Aguas para recorrer, verdes para conocer en sus orillas. Entre las embarradas saucedas arbustivas de los márgenes del río retozaban las truchas. Dejando atrás saltos de agua y conjunciones de arroyos, el río se ensanchaba misteriosamente, perdiendo su corriente y volviéndose demasiado ancho y profundo para ser un río de montaña.

Los fresnos salían directamente del fondo de las aguas, a un par de metros de la orilla. Sobre una delgada línea fangosa, comenzaban a crecer céspedes y rosales, tras los cuales comenzaban a levantarse robledales pujantes y pinares espesos. El río, obviamente detenido, resultó dar a la cola de uno de los embalses del bajo Macizo, un emplazamiento silencioso, pacífico, de verdes profundos y brillos esplendorosos.



Pero el objetivo de la salida no era reconocer las aguas embalsadas, sino dar con la última aldea que me quedaba por alcanzar a pie en estas montañas tras tres años de periplos en ellas. Ladera arriba, allá entre los pinares y robledales, despuntaba el vetusto campanario de una iglesuca estucada, un coqueto templo de pizarra y adobe. Una cara misteriosa dentro del pequeño gran paraíso de naturaleza que rodea las cuatro casas de la villa en un cuadro verdegrís. Una mirada de otra época. Dos habitantes viven aquí de continuo.

La llegada al villorrio, que no dispone de agua, luz ni carretera, fue entre el silencio del atardecer, el canto de los pájaros y el rumor de los árboles. Uno de esos momentos oníricos que regala este Macizo montés. Es difícil imaginar cómo sería aquí la vida hace cincuenta o cien años. Totalmente ajena a los sucesos del mundo.



La perfecta conjunción, como habría de ser en otras épocas, entre la poca población, la arquitectura fundida en el entorno y el buen estado del medio natural llevaba inevitablemente a la reflexión. Todas estas amplias sierras, con sus abundantes valles, altos y ríos, van a ver mermada su vida ajena al mundo al ser incluidas dentro del proyecto de Parque Natural que ya está en marcha. Ya se ven por los pueblos mejor comunicados los inefables carteles coloristas para atraer al turismo.

 Tantos rincones que van a perder su soledad, su esencia bravía y su encanto. Siempre me quedará el consuelo de haber podido explorar estas sierras en sus últimos años de naturaleza libre antes de la inevitable llegada masiva e insostenible de los domingueros, que las va a echar a perder.

Temas tristes que rumiar entre los bosquetes y viejas construcciones de pizarra de esta aldea silenciosa. El campanario de su iglesia diminuta parecen dos ojos lastimeros, decaídos, resignados, no por haber sobrevivido tantos años a un mundo rural ya extinguido, sino por mirar hacia delante y ver venir un futuro de multitudes y turismo innecesario que no corresponden con la quintaesencia y el alma de estos paisajes. Dos ojos que si pudieran llorar, lo harían.