sábado, 2 de julio de 2011

El cayado de abedul

El largo valle de amplios horizontes amanecía límpido y luminoso. Las aguas corrían a buen ritmo; el sol y el fresco nocturno hacían que desprendieran vapores. El  frío del alba dormía los dedos, y los prados de césped silvestre que descendían al cauce estaban húmedos.

Recorría por primera vez un prolongado valle fluvial, tal vez el más largo del país ayllonense. Un paraje de espacios diáfanos y verdes intensos, rodeado de lomas y montañas cada vez más altas y bosques cada vez más espesos. El paisaje, los colores, más que a una estribación del Sistema Central, hacían pensar más en la Cordillera Cantábrica o aun en Pirineos. El inusual calor de principios de verano no ha hecho que el cauce disminuya significativamente: las abundantes lluvias de primavera han pesado más. Agua, prados, pinos, robles, hayas, abedules.

La andadura remontando el largo recorrido del río era sencilla y agradable, ya que abundaban amplios praderíos cespitosos, apenas salpicados de ligeras turberas. En las colinas de alrededor despuntaban bosquetes jóvenes de roble melojo, y por encima de ellos, pinares silvestres. Sorprendí a varios corzos tomando el sol al abrigo de rosales y jarales. El día despertaba joven y fresco, entre el gorjeo y trinar interminable de currucas, pinzones, carboneros, mirlos y zorzales.




Según avanzaban la mañana y el calor de este primer día de julio, bajaba de tanto en tanto al agua a refrescarme con ella y a sorber algún junco. Siempre me sorprende lo frías que son estas aguas jóvenes, que solo puedo calificar como gélidas. De ellas extraje una buena rama de abedul arrastrada por la corriente, que aún conservaba su corteza nívea sobre la cremosa madera; una vez trabajada con el cuchillo fue el mejor bastón que se pueda llevar. Procuré dejar partes de la blanca corteza allí donde no tenía que agarrar. Me agradaba el aspecto rústico de la piel del abedul, árbol de tantos usos y virtudes.


Aprovechaba de cuando en cuando para remontar algunos arroyuelos tributarios que bajaban al río, en busca de árboles singulares. Encontraba abedules, saúcos y serbales jóvenes pero nada de verdadero interés, más allá de las graciosas cascadillas que los hilos de agua que todavía manan de la tierra formaban sobre escalones de roca. Cada vez que subía por uno de estos arroyos, corzos huían alrededor, llenando el ambiente con sus ladridos, de sonido tan bravío.

Avanzada la mañana divisé en la ladera contraria, entre pinos, una buena choza de pizarra. Iba siendo hora de almorzar y la sombra que proyectaban sus muros parecía acogedora. Al llegar a la vieja casa, era digno de ver cómo estaba reforzada en varios puntos con argamasa, que se conservaban los marcos de madera de las ventabas y que en el interior de la única estancia había una especie de pilón, cuya utilidad no alcanzo a discernir. Señales que delataban que la el lugar había sido habitado, aunque fuera puntualmente, hacía pocas décadas. Ahora, en el interior únicamente viven un par de saúcos en flor, e imagino que alguna víbora entre las pizarras derruidas.

Estos lugares siempre dan que pensar. A pesar del placer de caminar por las tierras salvajes, las viejas cabañas ejercen una fuerte atracción, que hace imposible dejarlas atrás sin echarles un vistazo y reposar a su sombra. Eso hice, almorzando un par de mazorcas de maíz y algo de pollo seco, antes de regresar al río siguiendo los pasos de un raposo vestido para el verano. Detrás quedaba la casa, parte de una vida que hace tiempo terminó, para continuar su existencia volviendo a fundirse poco a poco con la tierra de cuarcita de la que surgieron sus muros.




Una vez descansado, continué camino al borde del río. El entorno era cada vez más fragoso, abundando los inevitables rosales, jarales y brezales. Los saúcos, ahora en luminosa floración, eran cada vez más abundantes. Sus flores, pese a su casi inexistente aroma, una vez infusionadas en frío un par de ellas, dan lugar a un insuperable néctar refrescante.

Junto a los saúcos, comenzaban a aparecer viejos serbales, abedules, y varias hayas dispersas. Éstas, al crecer en solitario, tienen una fisionomía totalmente distinta que al crecer en un bosque. De ser espigadas y de ramas elevadas, en solitario crecen chaparras, con copa globosa y las primeras ramas muy cerca del suelo. Aun así, da una sombra más densa y fresca que la de cualquier otro árbol. Con el tiempo y la experiencia, al cerrar los ojos casi puede saberse bajo qué especie de árbol se está reposando. Además de su propio olor, frescor, sonido, pensamiento y sombra, cada árbol tiene además su propia atmósfera.




Tras el enésimo y último vadeo del río, me mojé la ropa abundantemente, me despedí de sus aguas frías y me dispuse a remontar la sierra para descender por la otra vertiente, hacia el sur. Escogí para ello una loma que, a diferencia de sus hermanas, no estaba tapizada de pinares salvo un pequeño cinturón en la zona baja. Tras penetrar en él, me alegré de no haber subido por una larga ladera arbolada: el pinar aquí no era más que un desbarajuste de ramas caídas, brazos y moscas.

Una vez superado el cinturón de árboles, la subida era lenta, más ardua por ese sol de las dos de la tarde que cae a plomo. Apenas había algún roble aislado bajo el que guarecerse. Sin embargo, al final la montaña terminó en una alta planicie, poblada de pinos chaparros azotados por el viento, suelo cuarteado y hierbas secas.




En aquella zona de difícil lectura cartográfica, donde confluían varios valles y cerrillos, planté mi lona de campaña entre cuatro sylvestris con el fin de ver pasar, a la sombra, las horas de más calor del día. Entre la sombra del bosquete y la lona y la temperatura corporal que perdía por conducción con el suelo, llegué incluso a tener frío. Corría cerca el nacimiento barroso de un arroyuelo, plagado de moscas y mosquitos, donde pude  refrescarme y lavarme. Por su aislamiento, dureza y tranquilidad, el escondido rincón habría sido un buen campamento base para explorar con tranquilidad aquellos predios.

Llegadas las seis, ya descansado, refrescado y leído, descendí el vallejo que nacía en el bosquete. A pesar de que en estos años ya había recorrido con anterioridad todos los ríos y lomas adyacentes, en aquel momento desconocía en qué lugar exacto de las montañas me encontraba, ya que la geografía era ilegible en el mapa y a mi alrededor sólo había laderas secas y pinos chaparros. Bajando, resultó que había estado en el nacimiento de uno de mis lugares predilectos de estas montañas. No estaba bajando otro que mi apreciado arroyo sin nombre, el arroyo de los tejos, el alma ayllonense. Un rincón sin igual, reino de avellanos, abedules, serbales y sobre todo, varias decenas de tejos de todas las edades, donde destaca un tejo hembra ciertamente espectacular, de varios siglos de edad, que un amigo naturalista llama cariñosamente la Abuela.



Aquel querido lugar estaba cambiado. Lo había recorrido en dos ocasiones durante dos sucesivos otoños, donde lo conocí verde y ocre, joven, húmedo y lozano, un auténtico paraíso. Ahora, al calor del verano, recorrerlo era como encontrar una amistad perdida hace años que la vida dura ha estropeado, secando y arrugando el antaño alegre semblante. Los brezales estaban secos y duros, las espinas más aguzadas que de costumbre, los árboles eran poco acogedores, los incómodos moscas y mosquitos eran legión. Las laderas rocosas, tan difíciles de andar en otoño, se mostraban ahora más ariscas, afiladas y desagradables. El sol de la tarde teñía a todos los árboles con la misma tonalidad, impidiendo apreciar los contrastes tan característicos de las varias especies que aquí se dan cita.

Decidí pues esperar al otoño para regresar a este arroyo sin nombre y volver a conocerlo en su plenitud, como bien merece. Ver aquí el verano era tan desconcertante que me limité a descender el valle sin explorarlo como había hecho en las visitas anteriores. Descendí las espesuras imposibles y los barranquillos ocultos a empellones. La densidad de brezo y jara, terriblemente altos y de troncos duros, era insufrible. No se podía ver más allá de un metro de distancia. En algún punto perdí la rama de abedul que me había servido de bastón todo el día. Bajé la ladera casi a saltos en cuanto observé al fondo un prado de césped. A partir de él, conseguí salir del valle espeso.

Una vez en la salida del arroyo, tomé una pista hasta el coche. Allí estaba como tantas otras veces, aparcado a la vera del camino. Dejaba atrás un recorrido de casi veinte kilómetros monte a través, en una jornada insuperable en unas tierras salvajes entre paisajes y retos increíbles. Chotacabras, corzos, zorros y gavilanes habían jalonado el camino. Había perdido el improvisado cayado de abedul, que quedó no lejos del par de viejísimos tejos, los ya conocidos, que viven escondidos en aquel arroyo, y que en esta ocasión no me acerqué a ver. Un desatino tal vez, pero de fácil solución. Cuando regrese el otoño, volveré para visitarlos, y presentaré mis disculpas a la Abuela.