lunes, 11 de abril de 2011

Los acebos perdidos

 Hace dos años, cuando ya llevaba uno de correrías por las montañas más solitarias de Castilla, me encontraba cierto día perdido en el profundo cauce de uno de sus ríos color esmeralda. Desde el fondo, contemplando las aguas claras y los saltos de espuma, me fijé en que en la otra ladera, altas, entre el robledal desnudo, brillaban inconfundibles como espejos las hojas de decenas de acebos.

Llegar a aquel lugar era una de las expediciones que tenía pendientes desde hace tiempo. Tras varias semanas sin visitar éstos mis queridos montes, confesando que me invade cierta desidia ante su inminente prostitución, necesitaba encontrar un reto acorde con lo que este lugar realmente se merece.

Así pues, al estricto amanecer ya me encontraba caminando hacia algún paraje donde abandonar la pista que seguía y descolgarme por los agrestes barrancos bajo los cuales se escondía un pequeño bosque secreto.

Un largo amanecer

La salida del sol en las montañas a menudo se ve empañada por las nubes bajas que se enganchan a las cimas como algodones de caramelo y prolongan el amanecer durante horas. Hoy ha sido el caso y, frío aparte, fue de agradecer el matiz tenebroso de caminar literalmente entre las nubes. Sin embargo, confiado por la ola de calor, no llevaba abrigo suficiente y opté por refugiarme entre pinos en un cubil improvisado con una lona de campaña. Mientras dejaba pasar el frío y esperaba que saliera el sol, un corzo desafiaba tranquilo los elementos.



Cuando las nubes desaparecieron y el sol terminó de salir, podía otear ya desde las alturas el lugar donde aquella vez, hace ya dos años, divisé los acebos. La perspectiva aérea al encontrarme en lo más alto de la ladera opuesta desnudaba los secretos mejor guardados de esta garganta agreste y en extremo rica en biodiversidad, un típico paraje de montaña media donde los robles deshojados permitían aguzar la vista para comenzar a buscar mi destino allá abajo, entre el bosque.

Descansando en el altozano reparé en que el río ha labrado una pared de piedra fruto del plegamiento dando lugar a una forma geomorfológica similar a una presa rota, dos enormes paredes de pizarra seccionadas por el corte de las aguas. Impresionante.


El alma de estas montañas

Según la interpretación de mi ajado mapa de estas montañas, a partir de las fotografías que tomé dos años atrás, alcancé un lugar que me parecía bueno para comenzar el descenso por los barrancos y comenzar a buscar los acebos.

Tratar de encontrar estos árboles perdidos ha sido disfrutar de lo más característico de estas montañas. Era Naturaleza en estado puro. El alma de los montes. Ha sido día de deslizarse por planos terriblemente inclinados, día de canchales de pizarra, día de pelearse con el brezo, día de abrirse paso por un melojar selvático, día de robles hercúleos, día de gayubas, día de corzos.


Saltando entre las peñas, conseguí asomarme a una barranquera desde la cual pude, con el río rugiendo en el fondo del valle, divisar el brillo verde de los acebos entre el mar ceniza de robles sin hojas. Una vez localizados, venía lo más difícil, descender con cuidado entre las rocas y las muy inclinadas laderas tapizadas de gayuba como si de una interminable alfombra verde y esponjosa se tratase. Son estos lugares, los espacios abiertos entre las peñas afiladas, al abrigo de valles y barranqueras, los parajes más bravíos y auténticos de estos montes.



Los acebos perdidos

Alcanzado el bosque, localicé al poco rato entre el ceniciento robledal el brillo oscuro de los acebos que había venido a buscar. Allí estaban, con sus hojas verdes refulgentes como espejos y sus gruesos troncos luminosos como la plata. Es una maravilla, en estos tiempos, encontrar acebos que hayan alcanzado edad suficiente como para presentar troncos de semejante tamaño, con diseños intrincados y sorprendentes, de grosores nada despreciables.

En este oscuro rincón de las montañas castellanas se ha refugiado gran número de acebos posiblemente centenarios, con troncos de formas caprichosas, algunos de los cuales parecen cera derretida hacia arriba. Árboles viejos, de esos en cuyo tronco deformado casi puede leerse que han visto pasar años incontables. Seres de otro mundo. Algunos me recordaron a tejos: más que árboles, parecían viejos anacoretas que se habían fundido con la tierra.





Perdido en estas laderas olvidadas, tapizadas de lascas de pizarra cubiertas de musgo y una alfombra de hojas doradas, descubriendo los secretos de estos árboles centenarios, he sentido el mismo espíritu que en parajes como aquel "bosque de plata", aquel "arroyo sin nombre", aquel "valle vacío", ese espíritu de exploración y descubrimiento que estoy seguro también impregnó a los pioneros. En paraísos como éste es fácil sentir cómo se está entrando en una naturaleza solitaria y ajena al hombre, pero abierta y generosa para aquel que sepa encontrarla.

Entre acebos y robles, encontré algún haya y algún abedul. Parece como si estas especies, supervivientes de las antiguas selvas primigenias ibéricas, gustaran de refugiarse juntos en los más perdidos rincones para hacer frente a las amenazas. Aquí faltaba el tejo, pero parece que los acebos, tratando de emularlos, dotaban a algunos rincones de la foresta de una atmósfera fresca, húmeda, densa, similar a la que puede encontrarse en una tejeda. Rincones donde el agua que manaba de la tierra, de debajo de los troncos, de las cuevas, invadía el silencio con su salpicar, creando ambientes oníricos.


Tras reconocer el bosque, remonté la ladera y los barrancos para emprender el regreso. Desde la cumbre, divisé por última vez, ya abajo, el maravilloso reducto donde sobreviven tantos acebos asombrosos. Fue como dejar atrás otro mundo, un edén inexplorado, una isla mágica, algo huidizo y desconocido. Inolvidable.

Un gran festín

Ya avanzada la tarde, en el coche de regreso a casa, divisé cerca de la carretera varios buitres apostados en un alto. Aparqué en el arcén y me aproximé agachado. Al poco eché cuerpo a tierra, ya que desde una hondonada me venía el griterío violento y grotesco de uno de los espectáculos más impresionantes que pueden contemplarse en la naturaleza: una carroñada, el festín de los buitres.


Cuerpo a tierra, reptando más de cien metros dejándome los antebrazos en carne viva entre las plantas urticantes de la primavera, puede esconderme entre los cardos y obervar el ágape a placer desde poca distancia. Para mi sorpresa, los buitres permitieron un gran acercamiento. Pasaban sin cesar las sombras inmensas de los demás que seguían en el aire, emitiendo con su planeo una especie de susurro terriblemente audible. Sobrecogedor estar tumbado en el suelo mientras pasaban sin cesar a pocos metros tantas aves de tres metros de envergadura.

Entre los buitres que volaban distinguí un buitre negro y un alimoche, el uno zaíno, el otro blanco, que esperaban a que me retirara para acercarse. No llegué a saber si lo que les incomodaba era mi presencia o la de un juguetón cachorro del pueblo cercano, que no cesaba de molestar a los leonados.






Permanecí poco en el lugar para no molestarlos en exceso. Será imposible olvidar el privilegio de ser testigo de excepción de semejante espectáculo. En varias ocasiones he visto a lo lejos el anticipo de las carroñadas, las columnas altísimas de decenas de buitres que poco a poco van descendiendo hacia algún cadáver, pero no imaginaba poder estar, aunque fuera agazapado entre cardos, a apenas treinta pasos de tantos buitres disputándose los restos de una vaca agitando sus alas enormes, sus gritos reptilianos, con sus desafíos y los rápidos cambios en la jerarquía del banquete, sus cuellos tintos en sangre. Un festín tan atroz como hermoso.

Uno más de tantos regalos maravillosos y tantas experiencias impagables con los que me ha obsequiado ya estas humildes montañas. No puedo más que citar, como otras veces, un pasaje de Camino a la perfeccion, de Pío Baroja:

- A mí esos montes no me dan idea de que sean verdad; me parece que están pintados, que eso es una decoración de teatro.
-Para mí esos montes son Dios.