jueves, 10 de febrero de 2011

Esencias castellanas

Hay algunos parajes naturales que a la vez están cargado de historia. Algo que no debería extrañarnos en un país como éste donde el patrimonio histórico es tan infinito como ignorado o infravalorado. Por doquier se pueden hallar en el medio natural o rural ruinas y restos de diferentes épocas; pero hay otros lugares donde pese no haber rastro físico de los hechos, se dieron importantes sucesos.

Volvía a caminar por la muralla norte ayllonense tras una ausencia de más de dos años. Una de mis primeras exploraciones fue aquí y desde entonces no había vuelvo a atacar el Macizo por el norte. La magnitud de estas tierras hace que centrarse en un área convierta a otras en casi otros mundos por explorar.

El camino me llevaba a un viejo puerto de montaña, escenario de viejas comunicaciones castellanas, hace tiempo ya en desuso. Hoy se trata de una pequeña alta cuenca de pastizal montano y turbera.

El periplo prometía desde primera hora dado que en el mismo amanecer topé con un confiado zorro que, muy espabilado, aguardaba cual perrillo obtener algún premio por su mera presencia. No caí en el error de darle alimento como la primera vez que tuve un encuentro como éste, hace poco más de un mes; de manera que tras disfrutar de la observación del animal, opté por espantarlo. Un susto y un desengaño frente al ser humano bien podrían en el futuro salvarle la vida caso de topar con otro tipo de personas.

Abandonando de buena mañana un pueblecillo segoviano, observando a la vera del camino y en la distancia chozas y taínas viejas, me dirigía a la par que el sol naciente a un paso nevado en la alta serranía. Acompañaba el camino el rumor de los arroyuelos de invierno, el crujir de la nieve, el gorgeo de los zorzales y el chorreo de alguna pequeña cascada que espera a la primavera y al deshielo para caer en todo su esplendor. No muy lejos se alzaba el viejo puerto al que me dirigía.

Pasada la dura subida, buena para llenar los pulmones del aire límpido de la montaña, alcancé el paso, soleado. A ambos lados se alzaban dos collados redondeados como grandes túmulos. La vegetación se reducía a dispersos grupos de enebros, rosales y pequeños rebollos, mínima entre la amplia pradera higroturbosa en la que proliferaban charcas y arroyos.

Un entorno en apariencia estéril, áspero y ventoso. Una de esas naturalezas que siempre agradece recorrer, por su contraste, alguien que de las montañas prefiere los valles, los barrancos, los ríos y las forestas.

La razón para visitar este puerto desolado no era otro que dar una vuelta por uno de los escenarios del episodio histórico de la Caballada de Atienza, suceso del siglo XII motivado por conflicto entre castellanos y leoneses de entonces. Este erial de montaña, que en aquellos tiempos hubo de ser una selva increíble, aún poblada de osos, fue escenario de aquellos hechos. Desde entonces, puede decirse que el lugar no tuvo mayor influencia que la comunicación entre las vertientes del norte ayllonense y la explotación ganadera. De estos predios ya habló Madoz en su Diccionario Geográfico-Histórico-Estadístico de España allá por mediados del XIX, obra a la que siempre gusto recurrir.

Tras reconocer la zona y echar un vistazo por sus pequeñas turberas, opté por reposar en un prado para leer al sol acompañado de un buen caldo caliente hecho en casa. Saqué del zurrón Banderas lejanas, reciente y magnífico libro sobre la exploración y conquista por España de Norteamérica, hecho histórico de gran envergadura que en parte(o mejor dicho, totalmente) es desconocido para los propios españoles.

No era mal lugar ésta montaña para, sobre semejante escenario histórico y con tan buena lectura, reflexionar sobre aquellos hombres que llevaron a España a conquistar un Nuevo Mundo en una gesta que superó toda ficción, en un ímpetu de exploración y conocimiento como no ha visto jamás la historia universal. Todo para caer en el olvido o la desidia, víctimas de la falsa leyenda negra que en un alarde de torpeza nosotros mismos hemos creído y hasta interiorizado. Mal pagar para unos héroes y exploradores como nunca jamás volverán a verse, para unos expedicionarios sin igual. ¿Quién sabe cuántos de aquellos centauros partieron de estas ásperas montañas castellanas?

Tranquilo regreso, sin prisas, repostando la cantimplora en fuentes. Como colofón a tan humilde salida no se me ocurrió mejor manera para reponer las calorías gastadas en subir y bajar a los collados que acercándome a Riaza con el fin de degustar un buen cuarto trasero de cochinillo asado al horno de leña.

Insuperable forma de recuperarse y además sin dejar de lado la recia tradición castellana que había marcado la jornada, pero aquesta ocasión, gastronómicamente.