domingo, 23 de enero de 2011

Una vista sobre el Tajo

Doce grados bajo cero al comenzar la andadura a las nueve de la mañana. La cercanía de las grandes parameras del este alcarreño se hace notar. Los compromisos laborales obligan a aprovechar los días libres y el frío no puede ser impedimento, más aún tratándose de jornadas despejadas. Decisión, gorro, braga, ropa de abrigo y adelante.

El objetivo era atravesar una de las más amplias masas forestales del joven Tajo en dirección a su cañón, buscando poder otear desde el borde la amplitud de la hoz. Un día de larga caminata por un laberinto de carriles forestales, pudiendo acortar gracias a la seguridad que da la cartografía bosque a través.

El frío polar era seco e intenso y se hacía acompañar de una ligera brisa, de esas que queman la nariz y los muslos. La humedad ambiental era nula, con lo que la escarcha cubría el suelo, pero no árboles ni arbustos. La amplia paramera de sustrato calizo sobre la que se asienta el bosque de pino negro y silvestre reduce ampliamente el porcentaje de humedad, generando durate el invierno un duro clima continental de frío seco.

Como en cualquier otro pinar, en este se respiraba una quietud y un silencio casi ominoso. Apenas los paséridos alegraban la mañana con sus cantos mientras se escuchaba entre la columnata de troncos asalmonados el tamorileo de los pájaros carpinteros. Pese al silencio, la vida salvaje puebla la foresta. Tanto a la vera de los caminos como en el interior del bosque aparecían rastros de ciervo, gamo y hozadas de jabalí. Alguno de ellos, o tal vez algún predador, recurre a las tardías bayas de enebro ante la falta de alimento, que convierten los rastros en inidentificables.

Los ciervos en particular son abundantes, y puede bastar caminar en silencio y parándose cada poco para observar y escuchar para contemplarlos a placer. Los animales se detienen a mirar al invasor mientras continúan masticando, escapando con su trote equino en cuanto la mano se desplaza al bolsillo en busca de la cámara fotográfica. De vez en cuando, cuando otean primero, solo se intuye en el bosque la gran mancha parda que se desplaza ruidosa. No queda entonces otra opción que fotos testimoniales en la distancia.

Garduñas, ginetas, gatos monteses o tejones son predadores típcos de estos bosques. Los rastros de tejón son difíciles de identificar entre el sustrato sólido y el paso del tiempo. Sin embargo, las largas zarpas aún impresas delatan al observador experto que el mustélido con antifaz pulula por el pinar. Mucho más difícil es dar con las tejoneras.

Tras horas de caminar entre el frío intenso que contrastaba con lo despejado del día, el fondo del pinar clareaba, dando la impresión de que se acercaba la costa. Quejigos y sabinas se intercalaban con más frecuencia entre los pinos. Por fin había alcanzado el cañón del Tajo, aunque las vistas estaban muy limitadas. Contemplar la magnitud de la caída, la amplitud de la gran hondonada que crea el río bien mereció la pena y un momento de reposo. Sin embargo, desde este punto era imposible divisar las hoces o el propio río, cuya existencia solo era delantada por el leve rugido que subía desde el fondo del abismo.

Pese a que busqué por el borde del talud algún lugar que permitiera una visión más amplia del recorrido del cañón, todo intento fue en vano. La derrota merecía comer con tranquilidad. Tiempo antes de alcanzar el cortado sobre el río, observé entre la foresta un pequeño refugio bien avenido que no aparecía en mi mapa del IGN. Con toda seguridad, su construcción date del nacimiento del Parque Natural del Alto Tajo.

Pensando en comer y descansar en él, mientras caminaba entre quejigo, pino y boj encontré providencialmente media maceta de cerámica, que quién sabe cómo y cuándo acabó en tan frondosos parajes, a muchos kilómetros del pueblo más cercano. Probablemente sea un resto del antiguo método para recoger resina que se usaba en estos predios. Con un recipiente rústico recién encontrado, era menester aprovechar que el aislado refugio que disponía de una pequeña chimenea para, extremando la seguridad entre cuatro piedras y una brasa del tamaño de un puño, preparar una buena infusión de tomillo silvestre.

Rico en aceites esenciales, relajante muscular, antiséptico, diurético, antirreumático, cicatrizante, antibiótico... tales son las virtudes y propiedades del humilde tomillo, ese matojo triste que siempre está ahí aromatizando el camino pero que no llama la atención de nadie. En una marcha de veinte kilómetros, ¿qué otra planta mediterránea hubiera sido más beneficiosa?

Una larga marcha, con temperaturas que poco han sobrepasado los 0ºC avanzado el día, entre un enorme pinar de pino silvestre que, impulsado aquí antaño por el hombre, ha quitado el sitio a las sabinas y quejigos que debían poblar la paramera. Hoy día, la masa de Pinus sylvestris está bien naturalizada aunque la dureza del clima y las propias características geográficas de la alta mesa sobre el río frenan su total desarrollo. Nada que ver con los grotescos pinos que pueden encontrarse en Gredos o aquí mismo, más al sudeste. Aun así, bosques agrestes muy poblados de ciervos.

Con el paso de las horas y la larga caminata por el bosque, el cuerpo se había acostumbrado al frío intenso y el vaho que descedía con el atardecer afectaba menos. Rumiando el fracaso en la contemplación del cañón sobre el río, el sentido geográfico se movía tratando de componer el terreno ya recorrido con la superficie casi memorizada del mapa, intentando buscar mentalmente mejores accesos al borde del gran talud. Divisar la hoz en toda su grandeza, lejos de miradores preparados o caminos prefabricados, son la excusa perfecta para buscar en el futuro una nueva vista sobre el Tajo.