
Elegí para ello una hoz, más bien hondonada, que comenzaba en una altiplanicie. La mañana surgió fría y con toda la vegetación escarchada de hielo. No en vano, este cañón, que más adelante si merece dicho nombre, ronda los 1500 metros de altitud sobre el nivel del mar, lo cual influye decisivamente tanto en su flora como en su hidrología.
El cauce lleva en parte de su tramo agua todo el año, lo que le vale el epíteto de truchero. Más adelante, el agua desaparece como por un desagüe en una filtración que hoy estaba tapada por el hielo. A partir de ahí, lo más destacable es la masa continua de impresionantes pinos silvestres.
El camino fue cómodo dado que a ambos lados del arroyo aparecen sendas sin ninguna dificultad. Siempre agradezco el poder descubrir nuevos lugares con las manos en los bolsillos, sin prisas ni peligros, pero al haber conducido casi tres horas para llegar hasta aquí hubiera preferido algo más emocionante.
Tejos cubiertos de hielo
La sorpresa del día fue descubrir, pequeños entre los altos pinos silvestres, tejos. Nunca los había visto en esta serranía. Descubrí uno que distinguí al instante entre las zarzas y pinares por su característica oscuridad, que los individualiza frente a cualquier otro árbol. El tejo parecía pequeño entre los pinos, que lo cuadruplicaban en altura: sin embargo, él los cuadruplicaba a ellos en edad.
La sorpresa del día fue descubrir, pequeños entre los altos pinos silvestres, tejos. Nunca los había visto en esta serranía. Descubrí uno que distinguí al instante entre las zarzas y pinares por su característica oscuridad, que los individualiza frente a cualquier otro árbol. El tejo parecía pequeño entre los pinos, que lo cuadruplicaban en altura: sin embargo, él los cuadruplicaba a ellos en edad.

Estimo que a lo largo del día me crucé con más de dos centenares de tejos, una densidad de población muy difícil de encontrar en nuestras latitudes y ya casi en cualquier parte del mundo. Estos tejos, jóvenes para los términos de la especie, disfrutan al abrigo de sus espigados primos de humedad y protección contra el calor del estío; sin embargo, en la umbría apenas toca el sol, quedando atrapados los escasos rayos que llegan el mediodía por los sylvestris.



A primer ahora, la umbría tenía algo de bosque boreal, de coníferas nórdicas. Todo estaba cubierto de hielo, la atmósfera estaba coloreada por un pálido vaho natural y sólo es escuchaban los crujidos que provocaba el frío. En los contrastes térmico-horarios de esta Iberia nuestra, a las pocas horas todo había cambiado, fundiéndose el hielo por el sol cálido que aun en diciembre golpeaba y hacía brillar el rocío.







El punto final de marcha fue un cruce entre tres barrancos, el que venía recorriendo y dos tributarios. En una cresta sobre dos de ellos, se divisaba una vieja choza, en la que distinguía que aún estaba tejada en rojo y conservaba la puerta de madera en buen estado. Habría sido un buen lugar para pernoctar. Descansando al sol con la vista de los barrancos y la choza abandonada entre el silencio del bosque, almorcé en condiciones inmejorables. La tranquilidad se vio truncada por tres tiros lejanos que trajo el eco. Domingo.


Cañones, barrancos, bosques y páramos éstos que rodean al Tajo cargados de vida, una extensión inabarcable para el naturalista, que de forma lamentable se ha visto salpicada aquí y allá de aprovechamientos lúdicos modernos y geografía rural "sostenible". Parece que la sostenibilidad ahora son carteles que destrozan la armonía del paisaje, sendas prefabricadas que eliminan todo interés de muchos parajes que deberían no estar indicados y barbacoas junto a merenderos rodeados de bosques sin fin. Sin embargo, abundan mucho más las maravillas de la naturaleza que, tal vez por ignotas, tal vez porque las insensatas administraciones han tenido un mínimo de lucidez y respeto, se mantienen secretas y solitarias. Una infinita tierra por explorar.