
Comenzaba la marcha temprano, entre arroyos tan crecidos que se habían convertido en ríos y hacían trepar o desandar lo andado para poder cruzarlos. Los encinares y pinares que cubrían las laderas estaban tan húmedos y llenos de musgos de todo tipo que cruzarlos era atravesar una laurisilva. Al fondo de cada loma había un curso de agua pura, con sus pozas o cascadas. No había nada seco en estos montes meridionales.
El crecido arroyo que estaba descendiendo desembocaba en el río que había venido a explorar. Un ancho río andaluz, de hermoso nombre africano. Entre ciervas y cervatos que huían, paré un rato para reposar y contemplar el paso del gran río junto a la desembocadura y los bellos montes tapizados de dehesas que se descubrían en la otra orilla, en parte todavía cubiertos por la niebla.


Un rastro de destrucción
Ha sido éste un otoño de grandes lluvias y riadas. Mientras en los medios humanizados las arriás son fuente anual de catástrofes, en la naturaleza no son más que un breve episodio estacional. Sin embargo, las orillas de este río estaban, tras el paso paso imparable de la crecida, totalmente arrasadas. A lo largo de los kilómetros descubría árboles mutilados, cubiertos de plantas muertas del arrastre, vegetación ribereña tronchada por doquier, roquedos desmenuzados.
La lectura de los restos de cañas sobre los árboles de la orilla delataban que el nivel del agua había subido recientemente más de cuatro metros. La consecuencia, ahora que las aguas se han calmado, ha sido que las orillas se han cubierto de una profunda y traicionera capa de limo y arena de fondo. Todas las señales mostraban que hace pocos días, el ahora solemne río tuvo que ser un verdadero monstruo.
Encinas, acebuches, laureles y romeros cubrían las laderas, todos tintineantes de agua y humedad. En el tronco de una encina caída brillaba un punto amarillo. Se trataba de una Tremella mesentrica, un hongo gelatinoso y elástico que brillaba con luz propia entre la atmósfera parda y verdegrís.
Una de las plantas más características de estas serranías meridionales es la adelfa(Nerium oleander), arbustiva perenne de hojas lanceoladas. Es una especie abundante en todos los cauces, pero en extremo venenosa. Antaño fue utilizada en algunas guerras, entre otras la de Independencia, donde se utilizaba creando gran mortandad entre el invasor francés. Desde una perspectiva naturalista es siempre una alegría divisar las líneas oscuras de adelfas con sus flores rosadas, ya que señalan zonas húmedas, agua y animales.

Bembézar... un nombre para paladearlo, que evoca tal vez imágenes africanas, naturaleza bravía, áspera y violenta. Se trata sin embargo de un río español, que atraviesa parajes que poco tienen que envidiar a los que sus sílabas traen a la mente. Aguas pardas, fauna por doquier, vegetación variada, carrizales... el río conforma paisajes de una belleza calmada y auténtica, donde se pasa del bosque mediterráneo puro a un rico ecosistema fluvial.
La fauna del gran río
Al poco de bajar por el gran río pasó por el cielo un nutrido bando de cormorán grande(Phalacrocorax carbo), hermosa ave pescadora de aspecto reptiliano fácil de ver en los grandes ríos y embalses andaluces. La bandada desapareció aguas arriba, pero río abajo me topaba a cada rato con pequeños grupos o individuos solitarios que se tomaban con calma su jornada de pesca.
A pesar de que las noches son frías, se da aquí una gran amplitud térmica y los días ahora son cálidos. Tal circunstancia es aprovechada por reptiles y anfibios, que han entrado en el año fuera de sus cubiles de hibernación. Abundantes a lo largo de las orillas arrasadas aparecía el galápago leproso(Mauremys leprosa) y saltaban de cuando en cuando todo tipo de ranas, aprovechando los resquicios de sol. Incluso en algún manantial encontré una pareja de tritones ibéricos(Triturus boscai) característicos por su región ventral de color naranja brillante.

El lugar parecía bueno para descansar un rato antes de emprender el regreso. Buscando un lugar cómodo me vino el característico olor de los galápagos. Ojeando la orilla buscándolos descubrí un cadáver de ciervo deformado y reventado por la fuerza de la riada. Girado sobre sí mismo de forma grotesca, apenas estaba descompuesto. Rastreando las huellas del meloncilló que sorprendí un rato antes, estaba claro que había estado alimentándose de la carroña por el acceso más fácil.


En ocasiones, el destrozo de la arriá sobre las laderas o la vegetación no transmite en su plenitud la fuerza que pueden a llegar a tener las aguas crecidas. Es necesario contemplar escenas como el cadáver estrujado del ciervo para asumir la fuerza que alcanza la naturaleza y respetar estos ríos.
Ha sido una jornada pródiga en avistamientos de ciervo, desde individuos solitarios hasta manadas mixtas. Siempre me gusta poder ver al gran hervíboro europeo libre en Sierra Morena, fuera de las fincas cercadas que ocupan la mayoría del territorio y en cuyo interior acotado los ciervos son poco más que ganado. Tristes vecinos de los ciervos salvajes que campan a sus anchas fuera de los alambres en un egoísta contraste.


Llegué con más de una hora de adelanto al punto de recogida, un pequeño pontón, mientras seguía diluviando. La única opción parecía refugiarme bajo el mismo, pero divisé no muy lejos una casona abandonada, donde ahora solo residen golondrinas. Usando pedernal y bosta de caballo seca conseguí encender un fuego en la vieja chimenea. La chasquita me permitió entrar en calor y secar la ropa empapada. Un buen momento para descansar y reflexionar.

