lunes, 27 de diciembre de 2010

Una isla entre montañas

Las temperaturas nocturnas habían superado con mucho los -5ºC y se esperaban placas de hielo en carretera. Con el fin de hacer frente a los fenómenos atmosféricos decidí sacrificar mi costumbre de comenzar la marcha al estricto amanecer y salir un par de horas más tarde. El retraso iba a tener una recompensa insuperable.

A la vera del camino marchaba un zorro, el cual en lugar de huir rápidamente como suelen hacer, se sentó en la hierba, a distancia prudencial, dejándose observar y fotografiar a placer. Obviamente estaba esperando obtener algo, desapareciendo entre el jaral al comer una de mis vituallas para el día.

El zorro estaba en su máximo esplendor con el pelaje de invierno, la hermosa borra. Una experiencia como ésta era algo que había estado deseando largo tiempo; fue sorprendente cómo el raposo esperaba tranquilo, estoico, solazándose y rascándose sin ningún cuidado. El poder observar a placer un animal salvaje tan hermoso es un privilegio difícil de superar.

Me dirigía a uno de los varios despoblados que salpican el macizo ayllonense. A día de hoy, no pasan a simple vista de ser más que chozas y taínas, pero en un pasado en absoluto lejano articulaban estas montañas y merecen una visita tanto como los bosques y los ríos.

Al poco de andar, escuché leves corrimientos de tierra superficial: el oído señalaba la presencia de pip crakes, bastones de hielo surgidos a partir del agua superficial que empapa la superficie. Este pequeño fenómeno en apariencia insignificante desmenuza las laderas con el paso del tiempo, sobre todo en estos parajes tan inclinados y fríos.

La agradable marcha bajo el sol terminó pronto, al tener que descender a mi querido Zarzas entre la característica ladera ayllonense en invierno: brezos, espinas y grueso hielo. El sol no alcanzó la umbría y la temperatura en ella descendía varios grados como si de una nevera se tratase. Al fondo del empinado barranco, el río bajaba impetuoso, formando ruidosas cascadas azuladas de cristal, bajo un pequeño pontón que data de 1897. Unos bellos y tranquilos parajes invernales, que ofrencen un fuerte contraste para aquél que los conoce en la plenitud de la primavera y el declinar del otoño.

Al poco, entre pinares, alcancé el despoblado, ya apenas tres o cuatro chozas. De él únicamente quedan un par de casas y amplios corrales para el ganado. Es inevitable, al visitar estos lugares escondidos entre picachos y abandonados hace décadas, cómo era la vida aquí a mediados del siglo pasado. Mientras Europa se desangraba, la pobreza de España expulsaba a los pobladores de estas aldeas. Por aquel entonces, en pleno siglo XX, no había aquí agua corriente, luz eléctrica, carreteras ni mucho menos servicios médicos: una existencia casi medieval, aislada y olvidada, de la que unas pocas ruinas invadidas por la zarza son ahora único recuerdo.

Tras los bastones de hielo periglaciar, la otra sorpresa geomorfológica de la jornada me la iban a dar mis queridos ríos de montaña. Al pie de la aldea, la ladera cae súbitamente formando un abrupto precipicio. En su fondo, el río gira alrededor de una península rocosa dando lugar a un amplio meandro del cual se ha derivado una isla, algo digno de ver; no todos los días puede avistarse una isla entre altas montañas.

Para comprender la geografía actual de estas montañas es preciso tener en cuenta la génesis de sus pueblos. Cuando ésta y otras aldeas se despoblaron a mediados del siglo pasado, la precariedad de la vida había obligado a esquilmar los grandes hayedos y robledales, dejando peladas las montañas en una imagen atroz. Para evitar la erosión sobre las laderas desnudas, se repoblaron amplios territorios con amplias masas de pino en horribles aterrazados. Hoy, tras aquella época infernal, casi sesenta años después la montaña ayllonense vive un modesto resurgir en su fauna y su flora. Animales antes escasos regresan y florecen para restablecer el equilibrio ecológico, mientras robles, hayas, tejos y serbales se expanden, luchando contra el brezo y el pino.

Rumiando todas estas vicisitudes humanas y naturales tocaba emprender el camino a casa. Las ruinas, la isla entre montañas y los ríos me habían dejado estampas inolvidables, pero ninguna se podía comparar al humilde raposo que puso el broche de oro a la jornada nada más empezar.