lunes, 29 de noviembre de 2010

Donde los jabalíes van a morir

La primera ola polar de la temporada había comenzado la tarde anterior. El inicio de la marcha al amanecer tenía el recio sabor de las expediciones invernales, el suelo crujiente, las botas escarchadas. Tres cabras monteses huían entre silbidos mientras me adentraba en una de las mayores soledades del vasto Alto Tajo antes de la salida del sol.

Los cauces calcáreos ofrecen al naturalista insuperables perspectivas: por un lado, casi no tienen pérdida posible, a no ser que se tome por error un vallejo tributario; por otro, son caminos naturales hacia lo más ignoto de los montes, dado que las filtraciones los suelen mantener secos.

El angosto desfiladero por el que caminaba se elevaba en altas laderas cubiertas de oscuras masas de Pinus nigra, rematadas por altos cantiles de caliza a modo de quillas de barco. La calzada natural, harto pedregosa, me iba a llevar tras varias horas al río Tagus, por cuya ribera tendría que avanzar durante lo que restara de día para regresar a la civilizacion. Una larga gesta cargada de visiones impresionantes.

El día, aparte de mortalmente frío, avanzó intermitente entre nubes y claros. Cuando el cielo se cubría el desfiladero mostraba su lado más lóbrego y desapacible, volviendo inquietantes los farallones. Por el contrario, los ratos de sol sacaban todo el brillo de la caliza y del bosque, momentos que aprovechaba para sentarme e intentar, cual reptil, entrar en calor.

La angostura de roca presentaba un serpenteante caminar de varios kilómetros. Las revueltas de estos cañones hacen pensar que nunca va a alcanzarse el final, pues tras cada giro brusco del río, dejando atrás imponentes alturas y farallones, aparecen otros nuevos. Estos desfiladeros son auténticos acumuladores de paisajes, visiones inolvidables, paredes rocosas impracticables cortadas a cuchillo.

La impresionante geomorfología de estos parajes eclipsaba la vida natural: a los ojos del caminante, la roca superaba a la flora. Amplias masas de pino negro se derramaban por las laderas, herederas del antiguo clima puramente continental. Algunos salían de las grietas de las paredes rocosas a modo de grotescos reptiles. En las zonas soleadas y cerca del cauce prosperaba mejor la encina, junto con algunos madroños aislados. El sotobosque era una continuidad de aromático romero y venenoso boj. Una biogeografía muy condicionada por el karst, pero insuperable refugio para la fauna: por doquier encontraba rastros de mamíferos carnívoros, y en las oquedades de los cortados divisaba nidos de buitre, halcón y águila.

Una de los sucesos interesantes de la jornada fue el encontrar varias quijadas de jabalí en el lecho seco del arroyo; todas conservaban sus colmillos, esas afiladas navajas que todo montaraz teme no sin razón. Aparecían también varios huesos del cerdo salvaje desperdigados a lo largo de los kilómetros. ¿Será que los grandes jabalíes albares de la zona buscan las zonas húmedas para ir a morir, al igual que los elefantes?

Hay algo de sobrecogedor, que supera la dimensión humana, en estos desfiladeros sin fin. Su soledad y aislamiento superan toda percepción. Algo diferente que no ofrece una alta montaña, ni una amplia dehesa, ni un bosque virgen. Estos cauces perdidos son la matriz de lo verdaderamente auténtico y bravío que queda en el mundo. La magnitud que alcanza la obra de la naturaleza vista desde el fondo de estos barrancos secos es difícil de asimilar, algo mucho más cierto y serio de lo que podemos percibir.


Caos de rocas

Ya avanzado el día, tras varias horas de duro caminar por el lecho pedregoso, comenzó la etapa más arriesgada y divertida de la jornada. El hasta entonces equilibrado cauce finalizaba en un angosto paso entre paneles calcáreos que, a modo de puerta al riesgo, daba comienzo a una sucesión de rocas amontadas, grandes como vehículos, que obligaban a buscar un paso entre ellas.

Dominio éste de la gineta, cubrí camino avanzando por debajo de las rocas brutalmente amontonadas, reptando por gateras, saltando sobre los bloques o simplemente dejándome resbalar por las superficies aún escarchadas de hielo; un lugar donde hacer uso de los rudimentarios conocimientos de escalada que se aprenden sobre el terreno, cuando no queda otra. El hedor reinante en el caos rocoso delataba la presencia de algún gran animal muerto, pero entre el sinfín de oquedades me fue imposible dar con él.

El final llega, como suele ocurrir, bruscamente, y terminé por caer en los grandes zarzales que había estado temiendo. Su persencia indicaba mayor humedad, la cercanía del gran río. Tras dejarme manos y piernas en carne viva, superé el arisco espinar para escuchar por fin, a lo lejos, el rugido de las aguas del Tajo.

Encuentro con el Tagus

El imponente y boscoso desfiladero quedaba atrás para chocar con otro mayor, el cañón del Tajo. Siempre es un placer encontrar las aguas esmeralda de un gran río y alegrar vista y oído en sus rápidos. Garzas reales deambulaban por la orilla mientras las truchas serpenteaban en el agua.

Los grandes cañones calcáreos hacen que el subconsciente transmita la sensación de que estás siempre perdido: barranco tras barranco, cantil tras cantil, bosque tras bosque, el camino no tiene aparente fin. Pasan las horas y los paisajes siempre cambian, pero no terminan. El encuentro con un gran río corta en seco esa sensación de caminar por un laberinto, ya que son clave en la orientación. La única opción que tenía, remontarlo, daba comienzo a la parte final del viaje.

El sol había empezado ya su descenso, desapareciendo tras los altos barrancos cuando aún me quedaba por delante un duro remonte de la orilla del Tajo durante al menos otras tres horas. Por fortuna entre los carrizos encontré al poco rato una senda de jabalíes, estrecha y frondosa, pero que terminaba por salir a pinares y encinares, donde disfrutar del sol, observando nuevos y magníficos farallones y torres de caliza a la orilla del gran río.

Conforme avanzaba, el agotamiento que arrastraba del exigente desfiladero me hizo parar en un alto de roca, el cual se había calentado con el sol a lo largo del día , algo que agradecí en extremo. Desde ahí tenía una insuperable perspectiva del río color turquesa. Un buen lugar para el reposo y para apreciar la magnitud y vastedad de estas tierras espinadas por el joven Tajo. Montes altos en la distancia, uno tras otro hasta donde alcanzaba la vista. Lo que ese día había dejado atrás era solo una pequeña parte de ellos. Hay infinita tierra por descubrir.

Al final, una aldea. Desde ella, más caminar hasta el anochecer. Una jornada extenuante, pero de las más bravías y variadas que he podido vivir. Una sucesión interminable de paisajes sin fin, capaz de dejar ahíto al más exigente naturalista.

Ninguna otra experiencia vital puede igualar a lo que se vive solo en lo más ignoto de la naturaleza, donde superar los propios miedos, donde encontrarse a uno mismo, mediante una relación con el mundo salvaje basada en el respeto y en su conocimiento. Algo que debería ser la quintaesencia del ser humano.