jueves, 10 de marzo de 2022

Las dos estaciones del roble

Estoy seguro de que, en ocasiones, se nos olvida hasta que punto cambia la naturaleza en cuestión de unos pocos meses. Si se sale al campo con frecuencia -y se tiene la sensibilidad necesaria para detenerse ante los pequeños detalles- esta transformación no puede pasarnos desapercibida. Repetir una jornada en el momento álgido de cada una de las cuatro estaciones nos da cuatro perspectivas distintas de lo que nos rodea: no sólo de los ciclos animales o la abundancia o escasez de agua, sino simplemente en cuanto a la dimensión paisajística. La vista es el mecanismo principal mediante el cual percibimos ese paisaje, aunque si se consigue un auténtico entronque individual con la naturaleza, lo que solo puede obtenerse gastando botas en el monte, valoraremos en la misma medida la información obtenida a través del olfato (jara, cantueso, tomillo, petricor, humedad, almizcle), el oído (cantos, reclamos, hojas, brisa, silencio) o la propia piel (sabañones, quemaduras, arañazos, picaduras).

Ayer pasé, en la sierra de Guadalajara, junto a un viejo roble (Quercus petraea) que, en su día, me impacto por su buen porte y gran belleza. La primera vez que nos conocimos fue en un cálido día de octubre, cuando aún no se había vestido de otoño: estaba como en pleno verano, verde, brillante y lustroso. Casi tres años después nos volvimos a encontrar, yo bien abrigado, él desnudo por el invierno. Pero estaba tan impresionante como repleto de hojas. Poderoso, hercúleo, muy viejo; tan viejo que, al pensar en la dimensión terrenal del aquel roble, casi me dan vergüenza las tribulaciones que preocupan a la mayor parte de la gente que conozco.

El viejo roble en octubre de 2019:

El viejo roble en marzo de 2022: