domingo, 10 de octubre de 2021

El primer quebrantahuesos

Debía ser pasado el mediodía. Caminaba sin prisa garganta arriba, por un estrecho sendero herboso, para echar un vistazo a una laguna glaciar en la Sierra de Gredos: una de las más escondidas y tranquilas, dicen. Terminé en ella una vez en 2014 y otra en 2017; ésta era la tercera visita y, como en las anteriores, haría noche por allí. Largas caminatas, esfuerzo subiendo entre las rocas, comidas buscando la sombra, íbices silbando; extender el saco en un chozo, buscar madera, seleccionarla, ordenarla, verla arder; leer, solo, a la luz de una vela y del fuego de piorno. Todo eso es para mí la Sierra de Gredos: días solitarios, noches incómodas, amaneceres helados, silencio y quietud en la alta montaña. Días de los que no te olvidas nunca.

No lejos del final del largo valle glaciar, vi que una gran ave descendía del cielo y se posaba en entre los grandes bolos graníticos de una de las morrenas laterales. El patrón del plumaje no me resultó familiar. Era evidente que no eran un buitre, ni negro ni leonado, ni tampoco un águila real. Por alguna extraña razón, pensé en un águila culebrera. Aquel día, como iba a hacer montaña, no llevaba prismáticos: un gran error, dado que Gredos no decepciona nunca. En Gredos, pese a que no suelo ir más que un par de veces al año, he visto de todo, incluso lobos, y nunca -nunca- faltan ocasiones para deleitarse con todo tipo de aves y con el trajín de los zorros. 

De manera que, al no llevar prismáticos, tuve que tirar del zoom de la cámara de fotos para identificar al bicho. Cuando llegó a los sesenta y cinco aumentos no me lo podía creer: se trataba de un quebrantahuesos (Gypaetus barbatus). Mi primer quebrantahuesos, y además un juvenil, la forma más hermosa e impresionante, de aspecto primitivo. Estaba allí, al otro lado de una garganta glaciar, picoteando los restos de algún animal. Me senté en el suelo, apoyé la cámara en una rodilla para estabilizarla y observé digitalmente al pájaro con un inmenso placer y plenamente consciente de que tenía una gran sonrisa en el rostro.


Pero aquello no era todo. No fue un avistamiento sin más. Vi perfectamente cómo el quebrantahuesos alzaba la cabeza, miraba hacia el bulto que formábamos, saltaba y, dejándose mecer por las corrientes, llegó junto a hombre y perro. Apenas a cuatro o cinco metros de nosotros empezó a dar vueltas en el aire, casi de una forma irreal, pues en todo momento mantuvo la cabeza perpendicular hacia nosotros. Podía verle incluso la pupila y el arilo rojo. Supongo que el quebrantahuesos tenía verdadera curiosidad por distinguir lo que éramos: yo llevaba una cazadora de camuflaje y pantalones oscuros, y mi perro es casi del color de las hierbas secas del final del verano. Satisfecho con su fisgoneo, el gran pájaro tomó una nueva corriente y desapareció entre las cumbres. 

Creo que siempre es bueno respetar el entorno y ser discreto, incluso con el atuendo campestre. Yo siempre lo soy. Puede que si hubiera ido vestido de fosforito el ave no se hubiese acercado a curiosear. Tal vez la impresionante experiencia de tener un quebrantahuesos al alcance de la mano haya sido un premio a esa manera de ver las cosas.