sábado, 15 de agosto de 2020

Urueña

De forma súbita, como siempre aparecen las ciudades clave de las grandes historias, Urueña surgió tras una vuelta de la carretera, sobre la colina, amurallada e imponente. Habíamos viajado hasta allí siguiendo el gran reclamo que ofrece el pueblo: sus librerías. Intramuros, la Villa del libro es un pueblo castellano típico, de calles ordenadas, con muros de caliza en sus casas solariegas de dos alturas y ese ambiente amarillento y calmado tan propio de las inclementes estepas, frías en invierno y calurosas en verano. Paseamos sin prisa, observando blasones, dovelas, elegantes inscripciones que jalonaban las paredes de algunas casas, así como varios detalles curiosos que iban apareciendo, propios de un cuidado rural, como un magnífico trillo que hacía las veces de puerta. Entramos en todas las librerías que estaban abiertas, registrando con minuciosidad los estantes que nos interesaban y llenando poco a poco las bolsas de tela que, en previsión de la abundante caza, llevábamos con nosotros a modo de antiguos zurrones. Por la tarde visitamos el delicioso museo de Delibes, uno de esos museos honestos donde se ve el auténtico cariño y cuidado que han puesto en él sus creadores: en ese sentido, ha sido la sala que más me ha gustado en muchos años, junto con el exquisito museo sobre la era del arenque en Siglufjördur. Y ya que hablamos de pescados boreales, y haciendo honor a ese bagaje romántico que te dan los libros, en la comida tomé bacalao: siempre me gusta comer bacalao en el interior de esta Castilla querida.

Al final, el botín no estuvo nada mal. Esperaba encontrar más cosas de segunda mano, pero dejándome llevar por el instinto de lector veterano, el olor de las páginas y los hojeos en diagonal, dejé que fueran los libros los que me llamaran. Y dejé Urueña satisfecho, con el zurrón bien lleno para unas cuantas semanas. Para empezar, me traje El infinito en un junco, el recomendado libro sobre libros de Irene Vallejo. Un Silva, Niños feroces. Una edición de 1921 de El préstamo de la difunta, de Blasco Ibáñez, del cuál no sé describir el olor de sus páginas. Maté dos pájaros de un tiro con La ruta imperial de Hanama Tasaki, para llevarme algo de literatura bélica y japonesa. Como todos tenemos derecho a escribir y ser leídos, compré Elogio de la colina, un autoedición de Víctor Olaya. Encontré también un viejo Penthalon, El Naturalista a su suerte, que me recordó a mi infancia aprendiendo con esos libros y que no podía dejar allí. De los abundantes Anagrama me traje En la orilla, de Chirbes, y no pude evitar algo de literatura americana, Canadá, de Richard Ford, cuyas cubiertas estaban algo despegadas por dentro y arreglé después con cinta de carrocero. 

Como es evidente, no podía irme de Urueña sin un Delibes, y se vino conmigo El último coto. Con frecuencia me preguntan porqué me gusta tanto Delibes, siendo como era cazador. ¿Cómo puede un "campero" como tú tener como escritor de cabecera a un consumado cazador? Yo suelo responder que Delibes no era un cazador como los de ahora, o como -acertadamente- los consideramos ahora, sino que puede decirse que era un buen cazador, que en sus historias se destila amor por los animales y la naturaleza. Y, aunque ésto no fuera así, ¿qué quieren que les diga? Simplemente, esta vida es una contradicción constante. Y eso, si es que no te lo enseña la vida, ya te lo enseñan los libros.