miércoles, 18 de diciembre de 2019

Una mañana cualquiera

Parece que los de la clínica han puesto villancicos en el hilo musical. Aunque sea invierno, me gusta dormir con la ventana entreabierta y algunos días me despiertan los sonidos de la calle: sirenas, ladridos, persianas que suben y bajan sin consideración, los del bar montando las mesas de la terraza. Esta vez han sido unos villancicos, que no me gustan nada. No me gusta la Navidad. Me gusta la época en sí, con frío y tiempo libre. También me gusta el terminar un año para abordar otro: me deja una especie de sensación de deber cumplido. Pero la liturgia social de la Navidad se me hace pesada, comercial y artificial, de felicidad familiar fingida de cara a la galería y, para algunos, de saturación convivencial. Aunque tengo que reconocer que no sufro nada de eso. Tampoco está mal que haya más disponibilidad general de lo que es habitual para salir a empinar el codo, en toda variedad de horarios. Creo que siempre me gustará pasear por el casco histórico con un cacharro o un litro de cerveza en la mano, a mediodía o a la hora que sea, sin contravenir las ordenanzas municipales y sin que nadie se ofenda por ello.

Despertado por los villancicos, preparo café en la cocina mientras el perro me observa, sentado, sin tocar el suelo con el trasero, como buen lebrel. Remy es un agradable compañero de piso: pese a su juventud, no lloriquea, no ladra y no rompe nada. Después de tomarme el expreso de pie y casi de un trago, como se toma en Italia, bajamos al parque. Él tira un poco de la correa, generalmente sólo cuando sabe que vamos allí. Supongo que le despierta la misma ilusión que a un niño una juguetería. En el parque hay carboneros garrapinos, agateadores, currucas, mirlos y una pareja de autillos, que ahora están en África. Lo suelto y se arranca a correr tras las palomas torcaces. Pese a que es un velocista, nunca ha cogido ni cogerá ninguna, pero lo sigue intentando. Curiosamente, las cotorras no le despiertan ningún interés. Acecha las palomas acercándose despacio, con elegancia profesional, cambiando sus habituales andares de macarra por un movimiento fluido y elástico que recuerda al de los pumas o los guepardos antes de atacar. Para que las deje en paz, jugamos con la pelota. Se la lanzo todo lo fuerte que puedo, los sprints le vienen bien. Cuando le noto cansado nos sentamos al sol en un banco. Él no se relaja: vigila. Vuelvo a tener ganas de tomar café. No sé si tomarlo en una terraza o en casa, tumbado y leyendo un libro. Menudo dilema. A ver cómo lo resolvemos.