sábado, 27 de julio de 2019

Al rincón de pensar

En la mochila llevaba dos litros de agua y comida para dos días. Me la eché a la espalda, me colgué la cámara de fotos al cuello y le puse a mi podenco mestizo su correa de cinco metros, la que solemos llevar en las salidas a montes abiertos. Comenzamos a andar por el robledal, garganta arriba, espantando las moscas y los mosquitos que sabía que desaparecerían en cuanto el camino abandonara la sombra del bosque y progresara entre berrocales grises y piornos amarillos. Eran días de ola de calor y yo había huido a la alta montaña. Las olas de calor, dicen que cada vez más frecuentes y virulentas, me dan verdadero miedo, una especie de temeroso agobio. A la mayor parte de la gente le son indiferentes, pero al igual que a unos pocos alarmistas, veo en ellas la amenaza latente de la catástrofe que se nos viene encima. Aun así, pese al calor que ahogaba la Península, yo pude encenderme un fuego aquella noche. De hecho, a la mañana siguiente, en las alturas, incluso pasé algo de frío.

Ya había recorrido aquel paraje de la sierra de Gredos, seis años antes, pernoctando también en un chozo. Regresé allí con ese ánimo naturalista que tiene uno de revivir, de cuando en cuando, las excursiones que uno ha disfrutado en el pasado. Al igual que viajar solo, el salir al campo solo hace que la experiencia sea mucho más intensa y cualquier día tranquilo en el monte quede en la memoria como un recuerdo indeleble, que rememoras con cariño al revisar tus carpetas de fotos. El volver a caminar durante horas por los montes, años después de la primera visita, es una especie de reencuentro agradable. En Gredos, pese a que no es uno de mis destinos recurrentes, he repetido en varias ocasiones algunos recorridos por gargantas, pernoctas en los mismos refugios y subidas a las mismas cimas. No puedo evitar querer esos caminos de Gredos, las largas distancias y duros ascensos de la alta montaña, así como el olor a hollín de los refugios y las incómodas noches en el saco. Suelo concluir los dos días de salvaje caminata bajando hasta los pueblos de la ribera del Tormes, para dar buena cuenta de un chuletón y descansar en un buen hotel que asegure un desayuno pantagruélico. La gente se sorprende ante esta dicotomía, pero creo que son cosas perfectamente compatibles. 


No sólo caminaba montaña arriba con la compañía fiel y abnegada de mi podenco adoptado, sino que a lo largo del camino aparecieron varios de esos personajes gredenses que nunca faltan en toda ruta por estas montañas. Pude observar varias lagartijas carpetanas, reptil de un hermoso color esmeralda imposible de encontrar en ningún otro herpeto y que en Gredos es muy fácil de ver. De cuando en cuando, si me apretaba el calor, saltaba entre los bolos graníticos de la garganta para bajar a refrescarme al río, en cuyos remansos encharcados se demoraba alguna rana patilarga. No vi muchas cabras aquellos días, aunque algún augusto macho siempre se deja ver, las cuernas retorcidas sobresaliendo entre los piornos amarillos como un Belcebú de mirada curiosa. Mientras tomaba la merienda distinguí al otro lado de la garganta, muy lejos, una mancha blanca en medio de la inmensidad. Era algo indistinguible, pero cuando uno tiene "la vista hecha" a algo, no falla. En efecto, la cámara de fotos reveló que allí estaba, a enorme distancia, un zorro aún de denso pelaje, que también nos había visto.





Aquel día tenía cosas en qué pensar. Dicen que no hay que aislarse en esas situaciones, pero a mi me viene bien la soledad de la Naturaleza cuando toca reflexionar. Sin distracciones, sin estímulos externos, sin molestias sociales, sin teléfono móvil, estás solo y no tienes más opción que afrontar la encrucijada. Así que caminé rumiando durante toda la tarde a través de la garganta y, al llegar a uno de los refugios de la zona, que coronaba un prado herboso, decidí pasar la noche allí. Dejé la mochila en la entrada, con cuidado de que no hubiera alguna víbora en los bolos de piedra que conformaban el parapeto de piedra frente a las puertas. En Gredos, la víbora hocicuda todavía no escasea como en muchos otros lugares, y en el crepúsculo salen a aprovechar el último sol o el calor que irradian las piedras, echadas en cualquier parte.

El refugio era doble, como dos pequeñas casitas de piedra pareadas con tejado a dos aguas, cada una con una sala diáfana con chimenea y una habitación con dos plataformas estrechas de madera para dormir, bajo un ventanuco lleno de moscas y telarañas. Aquel refugio polvoriento no era especialmente cómodo, pero habían llevado hasta allí, no sé si con helicóptero o con mulas, algunas sillas de esas que se usaban antes en los institutos. Como en muchos otros, había cepillo y recogedor, con los que adecenté la estancia. En un taburete, siguiendo esa ley no escrita de dejar las cabañas apañadas y habitables, encontré disponible todo un banquete: sopa instantánea, un par de sobres de café, albahaca seca y sal. Preferí limitarme a lo que yo llevaba: queso, tortillas, fruta, guacamole, sardinillas, pasas y anacardos. Preparé un montón de palos de piorno -fuego rápido y muy humoso- para la noche y salí al prado. Remonté el arroyuelo que lo atravesaba, hasta donde consideré que me aseguraba agua limpia, y llené las dos cantimploras. Hice una fotografía del refugio, allá abajo, con su encantador aspecto de majada vaquera.


La temperatura era agradable, así que encendí un pequeño fuego donde calentar unas tortillas con las que preparar unos tacos de queso y corned beef, que había comprado con interés pero que me resultó un producto demasiado parecido a la comida húmeda para perros, así que le di la mitad de la lata a mi peludo. Después, saqué una de las sillitas al exterior, estiré las piernas sobre el parapeto de piedra y disfruté, tomando té y con mi solemne compañero al lado, de las espectaculares vistas de las montañas al caer la noche. Cómo cambia la luz de los cálidos tonos del atardecer a los fríos grises violáceos de la noche. No deja de asombrarme. En la ciudad es imposible reparar en ello. 

Se hizo de noche tarde, casi a las once. Gritaba algún cárabo abajo en los robledales, soplaba la brisa, el arroyo de la garganta era apenas un ronroneo; no se oía nada más. El anochecer me envolvía lentamente. Reflexioné entonces, con tranquilidad, sobre aquellos asuntos que llevaba a cuestas aquel día. Creo que llegué a saludables y templadas conclusiones. Al fin y al cabo, aquel no era un mal rincón de pensar.