jueves, 27 de junio de 2019

Focas en Hvammstangi

Apenas 13 kilómetros al norte de la ring road que rodea Islandia se encuentra la localidad de Hvammstangi, en la península de Vatnsnes. Conduje hasta allí una tarde para coger, a la mañana siguiente, un pequeño barco dedicado al avistamiento de focas. En realidad era mi segundo intento para realizar la actividad, ya que en el primer viaje que hice a la isla el barco no pudo salir debido a lo picado del mar. Después de registrarme en el campamento y de darme una ducha en la piscina pública del pueblo, pensé que tal vez sería buena idea intentar por mí mismo ver las focas, por si acaso. La tarde estaba muy avanzada y entendía que no sería mala hora para escudriñar las orillas.

Desde el propio Hvammstangi parte hacia el norte la carretera de grava 711, que rodea toda la modesta península. Hice una cena rápida, tomé café y arranqué la furgoneta, asumiendo las cuatro horas de viaje que requeriría la pequeña escapada. En el asiento del copiloto descansaban los prismáticos y la cámara de fotos. Pudiera parecer que emprendía una sencilla vuelta en coche buscando focas, pero para mí era una experiencia naturalista, la búsqueda por tus propios medios y en un país extranjero de un animal que en tu tierra no vas a encontrar. 

Un velo de nubes plomizas cubría el cielo y el viento agitaba las hierbas ralas que significan allí casi toda la vegetación. Al poco pasé junto a un curioso corral para caballerías, cuya belleza quedaba acentuada por estar levantado justo a la orilla del mar. Más adelante, y durante aquella noche por toda la desolada península, pude ver un montón de caballos islandeses, bajos y robustos, adaptados a los fríos, bellos como pocos. Una península baja y desértica azotada por los vientos, un mar frío, focas en el agua y caballos por los prados, eran una conjugación fantástica que tenía algo de exotismo, de cuento antiguo. 






De cuando en cuando paraba el coche y buscaba con los binoculares, sin suerte, la silueta de las focas en las rocas negras, que desde tierra formaban pequeños islotes y rocallas cerca de las orillas. Tenía más éxito observando charranes árticos, pero estaba ya harto de verlos. No llegó a la hora de viaje cuando desde la carretera de grava, tras una valla cerrada, partía un sendero herboso en dirección a una playa. Al fondo se destacaban esas formaciones rocosas que me parecían propicias para las focas. Estacioné y tomé el camino. Hacía mucho frío y el viento me adormecía las manos.

Allí, descansando en el islote, estaban las focas. Parecían un puñado de sacos hinchados y grasientos que la corriente hubiera llevado hasta allí. Disfruté de su laconismo con los prismáticos y después, agachado y apoyando el teleobjetivo en las rocas, como un tirador haría con su rifle, les hice unas cuantas fotos. Volviendo la cabeza veía un montón de correlimos entre las algas de deriva que llegaban a la playa y una aguja colipinta que se señoreaba entre ellos. Pero lo que me llamaba la atención eran las focas. Una de ellas pasó nadando apenas a dos metros de mí, jugó con otra que emergió del fondo y después desaparecieron. Después del esperable fracaso que me iba a suponer el ver zorros árticos, poder observar a placer uno de los pocos mamíferos salvajes que pueden encontrarse en Islandia bien mereció aquella escapada.





A la mañana siguiente conduje hasta el puerto de Hvammstangi. El barco que por segunda vez intentaba tomar, el Brimill, descansaba en su embarcadero. Era una escena tranquila, un turismo local y sostenible, no masificado. El mar estaba tranquilo y nada parecía impedir que en aquella ocasión pudiera subir a bordo para ver las focas de cerca. Entré en el museo de la localidad, que gestiona los billetes. La chica que lo atendía distinguió mi acento español porque había estado de vacaciones en Málaga. Me dejó visitar gratis el museo de las focas -coqueto y delicioso, como todos los museos locales que hay desperdigados por Islandia- y me dijo que de momento era el único para tomar el barco. Se requería un mínimo de dos personas para poder fletarlo.

Esperé fuera, mirando el mar y observando los éideres y archibebes que rondaban en la orilla. Estuve un rato charlando con el patrón del barco y guía de las expediciones, un islandés rubio y barbudo que fumaba sin cesar, mientras esperábamos que llegara algún otro turista. Algunos llegaban al museo y se marchaban sin más. A las diez, hora de salida, aquel vikingo me dijo que únicamente conmigo no podía salir. Asentí de la manera más elegante que pude y me despedí. Al menos, la noche antes había podido observar las focas por mis propios medios. Por segunda vez en tres años, me quedé con las ganas de tomar el Brimill. A veces viajar solo tiene sus inconvenientes.