martes, 3 de enero de 2017

La frontera norte

El caso es que nieva, pero nieva tarde, dijo el ganadero. Estábamos aparcados a un par de kilómetros del pueblo, en un cruce de pistas. Él estaba forrajeando las vacas y yo me ponía la cazadora y me calzaba la mochila, preparándome para pasar el día muestreando al gran matador en aquellos caminos. Prismáticos al cinto y cámara al hombro. La semana pasada, quince bajo cero a esta hora, siguió diciéndome. Aquella mañana llegábamos hasta los once bajo cero, así que me puse los guantes y me calé el gorro. Él se apañaba con un mono azul y la ropa normal debajo. Mira el río -miré un recodo sombreado del río, helado del todo-, ese rincón ya no se deshiela hasta abril. Nos despedimos y eché a andar. Conocía de vista a aquel hombre de verle por las noches o muy temprano en el bar de alguno de los pueblos vecinos. Siempre me resulta extraño, un raro privilegio de explorador, el conocer a muchos de los pobladores de aquellas sierras en las que paso media vida y que en cambio nadie me conozca a mí.

Las primera horas del día pasaban despacio mientras caminaba hacia los collados y los puertos a través de la pista que zigzagueaba buscando las isohipsas de aquella estribación de la sierra. Era la frontera norte del Macizo de Ayllón, una región en la que he pasado mucho tiempo durante los últimos años y donde puedo decir sin tapujos y con orgullo que se ha forjado una parte de mi ser. Las tierras altas y ásperas, ariscas y sin concesiones; los bosques profundos y callados, los barrancos imposibles y las alturas desafiantes. Los pueblos cargados de silencio. ¿Puede haber algo más bello en el mundo? ¿Mayor contradicción para el alma humana que el extasiarse ante la dolorosa belleza de las sierras castigadas?



Los parajes hacia los que me encaminaba aquel día eran el límite septentrional de la muralla que cierra la sierra. Al otro lado se extiende como una alfombra árida la llanura de Castilla. En los días claros, desde las mayores alturas, se ve desde allí la Cordillera Cantábrica. Pero cuesta mirar hacia el horizonte cuando lo inmediato está cargado de belleza: son montañas desnudas, peladas, tapizadas de prados alpinos siempre amarillentos. Colinas y gibas suaves y onduladas que rodean las grandes moles cuarcíticas de los picos. Paisajes remotos que me cautivaron desde la primera vez que los viera ya va camino de los diez años. Hay parajes en estas provincias tan solitarios, tan desgarrados, siempre pintados de pardo y arena, que me hacen pensar en las montañas de desiertos asiáticos más que en la Vieja Iberia.

Caminando ya por los collados y las cimas observo con detenimiento una serie de casetas construidas con lascas de pizarra. Desde siempre me parecieron obra de pastores, refugios para las tormentas inesperadas que allí se agolpan sin previo aviso. Pero sentado junto a uno de ellos, observado las demás casillas con los prismáticos, me doy cuenta al fin lo que realmente son: blocaos de la Guerra Civil, heredados de las nefastas guerras del Rif. Construidos de la misma manera: cubículos vendidos y miserables, aislados, lejos de la aguada y de toda ayuda posible. Por allí pasaba una línea de frente, o aquel paso de montaña era un rincón importante a vigilar. Alguna de las casillas, pues casi todas están medio derruidas, conserva aún los embudos de tirador desde los que asomar los máuser. El eterno drama de España allá confundido con lo que parecían majadas. Los dolorosos estertores de nuestro convulso pasado los tiene el caminante donde quiera que camine o lea los libros que lea.



Mediada la mañana las temperaturas se suavizan y superan los cero grados. Camino cómodamente sin frío ni calor. El cielo desgrana lentamente un silbido agudo y las grandes sombras cubren el suelo. Llegan volando de sur a norte. Pasan varios leonados a los que apenas presto atención, tantos los millares de observaciones y tan cercanos los encuentros con el buitre. Más adelante aparecen dos enormes siluetas negras en el aire. Por un instante dudo, mas las diferencias son inmediatas: las alas son más largas y en forma de tabla, el cuerpo es inconfundiblemente oscuro, sin concesiones. La cola es una discreta cuña. Son dos buitres negros que vienen desde el sur de Soria a echar un ojo a la columna de leonados que se arremolina no lejos de allí. A ellos sí les tomo fotografías, sí me deleito en observarlos con los prismáticos, pues no son frecuentes en mis zonas de campeo. Mientras les observo pienso en cuántas veces he tratado de transmitir a los neófitos la majestad y el tamaño del buitre negro. Tres metros de bicho, terminas diciendo. Y ojipláticos.




Al caer la tarde abandono las alturas. Desciendo a las tierras bajas a través de carriles semiabandonados invadidos por brezos y jaras. Grandes animales invisibles se mueven en la espesura de las vaguadas, rompiendo ramas a su paso. Lo estrecho del paraje amplifica los ecos y siento esa impagable inquietud de verte solo tan lejos. Alcanzo la pista que quiero y ya camino en paz. Aparecen vacas, testigos callados que miran con esos ojos negros inocentes con que sólo miran los animales. Sorprendo a un zorro en el prado, que desaparece saltando a través de unas rocas. Me arrodillo y apunto, sabiendo que aquel pillo va a volver a asomarse. Sólo pienso en que ojalá nunca tenga la desgracia de ser tan curioso con una de esas personas malas que se divierten matando. 

Continúo el camino. El sol se pierde y vuelve a caer el frío. Los dedos se entumecen y las mejillas tiran. Al irse la luz desde el pueblo suben algunos fuegos artificiales: es día uno de enero. Resulta una visión extraña ver los fuegos artificiales en un lugar tan solitario y despoblado. Los destellos verdes y rosas. Casi una aurora boreal en lo más remoto de la anciana Castilla. He planeado un recorrido demasiado largo para las escasas horas de luz y al final camino las dos últimas horas de noche, bajo la luz de las estrellas invernales, a ocho bajo cero. Han sido treinta kilómetros a pie de muestreo infructuoso, sin resultados. Trabajo de campo para mero descarte. Un día perdido, diría alguno. Pero no. No habría deseado hacer otra cosa que pasar aquel día en el monte.