sábado, 17 de diciembre de 2016

El sexto sentido

Corría el mes de mayo en la agreste frontera entre la Montaña Palentina y Riaño. Eran las tierras altas, los pueblos de la Reina, montes gigantescos e informes tapizados de ásperas selvas de brezos, laderas y valles poblados de densos hayedos, abedulares de troncos blancos cubriendo los húmedos barrancos. Hacía frío y había agua por todas partes. Los venados pacían en los verdes prados mezclados con las vacas; todos los herbívoros silvestres y domesticados vigilan allí el rondar del lobo, protegiéndose entre ellos ante el asomar de las orejas de la bestia, el inmisericorde puntero de rehala salvaje como decía aquel Foxá. Los lobos compartían el mismo camino que el oso pardo, que pisaba en las pistas. Las grandes huellas de ambos ocupaban el camino. El oso seguía a los lobos para aprovecharse de lo que dejaran a su paso. Ellos matan, él no.

En las altas estribaciones alrededor del pico Murcia quedaban abundantísimos neveros. Las zonas altas, los roquedos imposibles, los pandos y vaguadas conservaban una espesa capa de nieve en el quinto mes del año como debía de ser siempre después de los crudos inviernos de antes. En las laderas se veía el rastro de los aludes. Pudimos presenciar uno de aquellos corrimientos de nieve, un rugido atronador que inundó la montaña como si un dios antiguo la hubiera arrastrado de su sitio. Al mirar hacia el lugar una densa nube de vapor helado subía hasta el cielo. A los rebecos aquello no parecía importarles, pues con su paso grácil atravesaban sobre los neveros y las avalanchas recientes. Hay tal vez pocas imágenes más agrestes en el norte de Iberia que contemplar el caminar de los rebecos por las imposibles superficies blancas.






Una de aquellas tardes, ya en territorio palentino, mi compañero se fue hacia Cantabria y yo quedé solo. Caminé hasta una cabaña de piedra al abrigo de la montaña. Había pasado mucho tiempo allí en años anteriores, vivido días enteros, visto correr lentamente muchas noches en el interior de la casetilla acompañado únicamente por la luz cálida del fuego. Aquella tarde el cansancio de los días pasados en el monte me venció e hice la siesta tumbado al sol de primavera en el poyo junto a la puerta. Durante el sueño se apoderó de mi una leve inquietud, esa sensación de sentirse observado en un lugar solitario que también tienen los animales. Ese sexto sentido que creo sólo se desarrolla cuando se tienen botas muy machacadas. Abrí los ojos y a mi lado saltó uno de los zorros más hermosos que había visto nunca: el animal conservaba un espeso pelaje de invierno, un pelaje grisáceo y esponjoso de zorro carbonero. Miró unos instantes para confirmar que aquel humano realmente se estaba moviendo. Nuestros ojos se cruzaron durante unos segundos bellos como la eternidad. Después desapareció como un susurro.


Cuando quedaba un par de horas de oscuridad me aposté a unos cien metros de la cabaña. Sabía que el zorro iba a volver para husmear entre los restos de mi merienda de pan y queso. Me senté bajo un maíllo y cubierto con una red mimética esperé al animal. Pasaron varios venados. Un azor, el pirata de la espesura, sobrevoló el prado frente a la cabaña. Al cabo de una hora apareció el zorro. Husmeó el poyo donde había estado durmiendo y devoró las migas que había dejado. Saltó sobre una lagartija que se escondió entre las piedras. Rodeó el refugio de vaqueros varias veces, caminando como un equilibrista sobre los muros del corral, deslizándose entre los maderos, investigando centímetro a centímetro la puerta. Cuando pareció convencido de que allí no quedaba nada más que ver, y se marchaba atravesando el prado verde, se detuvo. Le atacó esa misma sensación del que se sabe observado que yo tuve con él horas antes. Se sentó sobre sus cuartos traseros y miró, sin fallo, hacia donde yo estaba. No me había movido lo más mínimo y tenía el viento a favor. Sus agudos sentidos de proscrito no habían podido avisarle. Había sido aquel sexto sentido, que por medio de alguna mágica virtud de la Naturaleza, pudimos compartir.