domingo, 29 de marzo de 2015

Tres años de distancia

Hizo mucho frío aquellas mañanas de marzo. Los llanos antaño deforestados estaban tapizados de brezo que ya, en los primeros despertares de la primavera, se pintaban de violeta con sus diminutas flores. Los pinos crecían por doquier en bosquetes, rodales y salpicados por los campos, llenando el aire con susurros cuando soplaba el viento como si hablaran entre ellos. De cuando en cuando se veía algún prado amarillo. El valle era amplio y despejado, circundado por colinas suaves, dibujado por arroyos. A lo lejos brillaban blancas las aguas quietas de un embalse. El mirlo, el acentor y el ruiseñor bastardo saludaban melódicos el nuevo día. Aquellos campos tenían todo el aspecto furioso y boreal de una taiga. No faltaban por ellos los grandes mamíferos: en aquella haza lejana pacían los corzos, acá los jabalíes hollaban los terrones helados, y por todas partes caminaban elegantes los ciervos.

En las tierras del lobo es un verdadero placer observar la actitud de los venados. Están siempre vigilantes, en tensión permanente. Son ciervos más grandes, bellos y lustrosos que los que viven donde falta el cánido, pues él es el gran predador que mantiene la salud y vigor de las poblaciones de los otros animales, la pieza clave de la naturaleza holártica. Durante aquellos días pude observar decenas de esos venados impresionantes, asociados de las más diversas maneras: parejas de machos que se paseaban por el monte como dos viejos amigos, grandes manadas protegidas en sus límites por los astados que escoltaban hembras y crías, y también pequeños grupos de hembras que se acercaban a la seguridad de las aldeas. La visión más increíble fue la de dos machos jóvenes, varetos apenas, que caminaban tranquilos junto al cadáver devorado de un congénere en un prado pajizo teñido profusamente de sangre, como si fuesen dos soldados veteranos indiferentes ante la muerte. Mas aquella sangre no era muerte, sino vida. Las reglas del juego de la Naturaleza.




Ocurrió la segunda mañana. Fue un amanecer frío y húmedo, pesado. Llevaba dos largas horas en pie, escondido tras un pino, escudriñando el llano con los prismáticos. Casi tenía memorizadas las formas que poblaban el valle, esperando distinguir ese bulto o silueta inesperado que acelera el corazón de todo naturalista. Aterido por la humedad y el frío, ya con la mañana clara, me marché de allí. Había caminado unos metros cuando miré el llano por última vez, en un postrero vistazo melancólico. Justo en aquel instante, por el prado amarillo cruzaba un lobo a la carrera, en una galopada furiosa, elástica, alzando sus hombros poderosos y su cola ágil. El animal se detuvo junto a un brezo. Era el lobo ibérico. Observé fascinado aquel ser mítico al cual no veía desde hacía tres años. Al instante apareció otro ejemplar, su pareja. Juntaron sus hocicos y pegaron sus caras, acariciándose, haciéndose carantoñas en un amor más que humano. Eran los alfas de la manada. Estaban acabando el celo. Cuando quise darme cuenta desaparecieron en la nada.

A la mañana siguiente volvería a ver a uno de ellos, casi en el mismo lugar, tomando el sol en el prado amarillo. El día anterior me había costado tiempo, horas, digerir el encuentro, hasta que terminé por emocionarme. No hay animal como el lobo, tan fascinante y mágico. Al igual que es probable que los tejos sean más que árboles, sin duda los lobos son algo más que animales. El lobo es el espíritu vivo de la fauna ibérica, su especie más bella, su mejor personificación. Odiado y perseguido por malvados y viles, amado y defendido por las gentes buenas de alma limpia y corazón puro, el lobo también es un claro reflejo donde se debe mirar el hombre. Nunca podría olvidar aquel mi segundo encuentro con el lobo, después de tanto tiempo, en aquellos campos a inicios de la primavera. Nunca podría olvidar aquellas mañanas de marzo en las que lloré como un niño cuando pude volver a ver a mis hermanos.