domingo, 18 de enero de 2015

Vivos y libres

Desde aquel elevado altozano toda la provincia se veía cubierta por la niebla. Un espigado pino albar se asomaba al vacío, pareciendo querer disfrutar también de esa vista incomparable. Sobre la extensa película algodonosa que cubría las tierras bajas sobresalían cerros y picos, teñidos de un profundo color azul. De un azul más claro era el cielo del atardecer, luminoso y limpio en aquellos últimos días de anticiclón invernal. Aprovechando el calor suave del sol, descansé del día de campo junto a mi perro, sentados en las rocas. Admiramos durante largo rato el poderoso paisaje: una vista digna de los más grandes documentales o de los más intensos sueños de viajes y exploraciones. Pese a que eran ya casi ochenta días de mi vida los que había pasado explorando aquellas sierras, aún me parecían ignotas, siempre me guardarán secretos, maravillosas escenas silenciosas. Adormecidos por la quietud y la caricia del sol, nos levantamos rápidamente cuando vimos cómo la boira estaba subiendo presta por la ladera, extendiendo sus largos tentáculos blanquecinos como si quisiera trepar para llegar a la cima. Nos marchamos y continuamos por la cuerda, buscando un camino de bajada. Emprendimos el descenso por una zona escarpada libre de niebla.



La carretera estaba apenas a un kilómetro de allí. Mientras descendíamos despacio el roquedo, divisé cuatro jabalíes paciendo tranquilos en un espacio despejado. Me escondí entre las grandes piedras con vistas a un viejo cortafuegos. Los animales no tardaron en seguir esa dirección, pero no aparecieron cuatro, sino seis, ocho y finalmente diez jabalíes, liderados por tres viejos enormes. No podían vernos y se movían tranquilos, atravesando el cortafuegos con parsimonia, pero sin perder nunca la cohesión. Pude contemplarlos a placer, apenas a veinte metros. La visión tenía una fuerza primigenia, salvaje y primitiva, el sabor atávico y eterno de la gran fauna libre. Los tres ejemplares más grandes abrían camino, seguidos de los otros siete, con un jabalí más joven e inquieto al que le costaba mantenerse junto a los otros. Mi perro, quieto a mi lado, contemplaba estupefacto aquella gran manada de bestias negras, pues nunca las había visto. Uno de ellos se percató de nuestras presencia y, tras emitir un corto gruñido, toda la grey aceleró el paso y penetró entre las píceas. Desaparecieron casi sin hacer ruido, como por obra de un encantamiento.

La naturaleza recobró su silencio y quietud. Nada se movía ya, salvo algún jirón de niebla y la sombra de las plantas del atardecer. Seguimos camino con la visión de aquel encuentro en la mente: la poderosa belleza salvaje de la manada iba a ser algo difícil de olvidar. El haber visto de nuevo tan de cerca y en tanta paz al noble jabalí me alegraba el corazón, pero casi hacía brotar las lágrimas al pensar que algunos de ellos verían el fin de sus vidas para contentar la vileza de unos pocos humanos crueles. Era probable que varios de aquellos jabalíes murieran tarde o temprano, víctimas de la matanza indiscriminada de las monterías o bajo el asesinato cobarde y frío de los recechos: muertos sólo para satisfacer el sadismo de gañanes y de sanguinarios canallas. Pero la emocionante imagen salvaje de aquella tarde era algo tan fuerte y eterno que siempre escapará de la maldad de aquellos que aprietan el gatillo: pues no hay nada tan bello y vibrante como los grandes animales vivos y libres.