miércoles, 3 de diciembre de 2014

El íntimo Fort Sedgwick

Los ojos ambarinos del caballo parecían ser la única presencia viva en aquel amanecer destemplado de la montaña cantábrica. Su silueta parda y la melena rubia brillaban en contraste con el gris musgoso del paisaje. Cuando volví a caminar, el animal continuó ramoneando la hierba fresca y elástica, sintiéndose seguro tan cerca de la aldea. El pueblo estaba a esa hora, seguramente durante todo el día y como casi todos los de aquella región, sumido en el silencio que habita en el fondo de los valles profundos, el silencio del tiempo que no pasa.

El cantarín arroyo que bajaba de las zonas altas no parecía sentirse cómodo con los silencios y se empeñaba en tocar infinitas notas deslizándose entre las rocas y el ramaje, formando cascadillas, pequeñas pozas y graciosos saltos en todo su recorrido. Miraba atento el barro de las orillas, esperando encontrar huellas de animales. Muchas horas más tarde, a la noche, me dijeron en el pueblo que el oso acostumbraba a dejar sus pisadas impresas en la ribera. Con el paso de los años se aprende a sentir y apreciar la presencia de los grandes animales; en los hayedos, prados y roquedales de aquellos pagos se sentía la vida diaria del oso, hoy por fin respetado, y del lobo, todavía injusto proscrito.

Esperando un golpe de suerte, pasé buena parte de la mañana aguardando, con la vista puesta en los espacios desnudos entre los bosques y piornales. Protegido de los vientos que batían las alturas por una pared de roca, y con la cálida compañía del café, las horas pasaron permitiéndome observar los devaneos del herrerillo capuchino, las correrías del zorro, el señorear de los ciervos y los vuelos pacíficos del buitre. Lo mejor de la mañana en aquellos montes cantábricos, siempre prolíficos, fue la compañía de los rebecos; encuentro siempre especial para todo naturalista que no pueda disfrutar del sarrio más que viajando al norte. Aquel día fueron cuatro recios ejemplares oscuros, fuertes y elegantes, que bajaron al trote por una ladera de piedra disgregada.




Pero, ¡ah! ¿Cómo no hablar del haya allí donde sus bosques hacen de la naturaleza casi un cuento? Como siempre me ocurre, la atracción de la foresta salvaje tiraba de mí hacia el interior del bosque, hacia el oscuro, húmedo, musgoso y silencioso misterio de sus soledades. Bajando de mi apostadero se abría allí un largo espinazo de montaña cubierto en su totalidad por lo que desde arriba parecía un apretado bosque, que por dentro no era sino una extensa sala dorada, poblada de la columnata argentina de las hayas. Al detener mis pasos resonaba un silencio monástico, como si uno se pusiera tapones en los oídos, roto únicamente por el ruido que hacía algún animal invisible al caminar entre las hojas. Sin pensar, guiado por el brillo de su luminosa oscuridad, allí donde el silencio se hacía mayor, donde su presencia sobrehumana hacía sentir que había algo superior a los árboles, descubrí a los tejos entre las hayas. Refugiados en las partes más húmedas, en el verdadero corazón del bosque: tejos viejos de formas caprichosas, supervivientes de avatares sin cuento, testigos mudos de todas las tristes y vacuas peripecias humanas. Allí seguían, secretos, con su edad medida en siglos, todos tan diferentes entre sí como lo somos las personas. Más que árboles parecían viejos anacoretas que se hubieran fundido con la tierra.



A la mañana siguiente me encontraba en otro pueblo cercano. El sol aún no había salido pero para las gentes de la montaña un simple atisbo de luz basta para comenzar el día. Mientras enfilaba un camino de tierra que salía del pueblo apareció por otra calleja un matrimonio viejo de paisanos. Vestidos como se vestía hace décadas, se veían en sus rostros curtidos los muchos años pasados en el campo. Cada uno llevaba en la mano un ejemplar de boletus, ambos tan grandes que parecían lámparas de mesilla de noche. Pensé que los seteros de ciudad habrían recogido varios kilos que terminarían podridos en la basura; pero aquellas gentes sencillas habían tomado sólo lo que consumirían aquel día. Hablé con ellos largo rato, bajo la chopera amarilla de la ribera, mientras observábamos el primer baño matutino de un mirlo acuático. Había estado muchas veces en aquel monte, y casi podía presumir de conocerlo bien; hablamos de esas tierras suyas, mencionando por su nombre los parajes que conocía y los que no, los animales que había visto allí y las muchas noches que había dormido en esa montaña, provocando en los ancianos sinceras sonrisas de cercanía y hermandad.

Dos horas después llegaba caminando a una tranquila cabaña donde había estado muchas veces, incluso vivido días enteros. No tenía ningún plan definido. Brillaba el sol y el tiempo no marcaba límites. Era la libertad absoluta, la desconexión total con nuestra sociedad de locos. Dejé las cosas en el interior, hice café en mi hornillo y me senté fuera para leer, en el poyete junto a la puerta. Delante de la cabreriza había un amplio prado verde, luego piornales, seguidos de un cinturón de hayas ocre, y después la montaña desnuda. En plenas paz y libertad observaba con los prismáticos, desde allí mismo, a los ciervos que paseaban por la cima. Aquellos días el libro que me acompañaba era la novela de Michael Blake Bailando con lobos: no podía evitar reír al compartir los pensamientos, reflexiones y ocupaciones del teniente Dunbar en el solitario y aislado Fort Sedgwick. Compartía con el personaje literario el gusto por la tranquilidad, el profundo respeto por el medio y también, porqué no, la situación que vivíamos, ambos ocupados únicamente en ver pasar el tiempo y procurarnos una estancia cómoda en una pequeña cabaña en el campo.



La libertad plena de aquel día fluía en el tiempo como agua que se escurre entre los dedos. Caminaba por las sendas de los prados viendo los rastros de los lobos, me tumbaba entre los arbustos observando a los ciervos con los prismáticos y disfrutaba de la compañía silenciosa de las hayas. Los ancianos de la aldea me habían comentado al amanecer que habían visto a una osa con dos esbardos pocos días antes, en el mismo prado frente a mi cabaña, pero en aquellos días el plantígrado volvió a ser una presencia invisible. 

Dentro de los bosques, como siempre, no podía sino pensar en lo superfluo de la mayoría de las preocupaciones del hombre, en la vacuidad y mezquindad de los problemas del primer mundo. En lugares como aquellos la mente funciona por sus mecanismos más atávicos. Los pensamientos no se articulan mediante palabras, sino que se entrelazan por sensaciones. No se piensa en la belleza de los árboles y animales que se contemplan, ni se describen para uno mismo la belleza y majestad de los paisajes: tales sucesos se atesoran en ese órgano inédito que debemos tener entre el corazón y el cerebro, entre el alma y la razón, y se sienten de manera especial.

A la caída de la tarde me encontraba en las zonas altas, entre los mil ochocientos y los dos mil metros, en la amplísima cara desnuda de la montaña. Lo que desde lejos parecía una superficie lisa era en realidad un rugoso plano inclinado, vertebrado por barranqueras. Cuando el sol se ocultó tras la cumbre y todo se cubrió de una hermosa película acerada, la Naturaleza regaló uno de esos momentos que la muestran tal y como hubo de ser en los tiempos primigenios, una escena auténtica de pureza salvaje. Comenzó a escucharse un rumor sordo, como de estampida, y una estampida era en realidad: apareció adelante una gran manada de cincuenta ciervos, zapateando poderosamente en las rocas con sus pezuñas, haciendo temblar la tierra. Los grandes machos astados protegían al grupo a vanguardia y retaguardia, mientras que las hembras y los jóvenes se apiñaban en el interior. Los animales continuaron su ruidosa carrera montaña arriba, hasta que desaparecieron como por arte de magia, como si cada uno de ellos se hubiera deslizado por una oquedad.



La noche en el bohío de piedra fue tan agradable como todas las que había pasado en él en los últimos años. El tener un pequeño paraíso querido en un lugar tan remoto y a tantos kilómetros del hogar era una sensación extraña, tal vez como un humilde privilegio de explorador. Amaba aquella vida, la vida en el campo: el buscar agua, preparar algo de leña, comer frutos silvestres, vivir junto a los animales, disfrutar de los olores dulces y acres del monte. Un vida reflejada con maestría en la novela que leía a la luz mortecina de las velas y el fuego, durante la noche en la cabaña: “El teniente Dunbar se había enamorado. Se había enamorado de este país salvaje y hermoso y de todo lo que contenía. Se trataba de la clase de amor que las personas sueñan con sentir por otras: desinteresado y libre de toda duda, reverente y sereno. Su espíritu acababa de elevarse y el corazón le saltaba en el pecho”. 

Al dejar al día siguiente aquel lugar silencioso y amado lo miré por última vez, deseando que las obligaciones pasaran para poder regresar y disfrutar de esa auténtica existencia placentera que había vivido doblemente, en la realidad y en las páginas de papel, mientras leía Bailando con lobos en mi íntimo Fort Sedgwick. Pensé que, irónicamente, fue en aquel mismo monte donde dos años atrás pude ver mi primer lobo. Pero el mío era un lobo ibérico, y no tenía calcetines.