miércoles, 9 de abril de 2014

Viaje a los recuerdos


La vieja fuente de granito echaba agua a borbotones. El ruido de las salpicaduras llenaba la callejuelas de alrededor. A aquella hora, apenas salido el sol, todavía no había nadie por la aldea. Casi todas las casas tenían fuera su leñera, desde la que asomaban los troncos de roble cortados y ordenados. Flotaba en el ambiente un delicioso aroma a chimenea. Mientras bebía del caño de la fuente apareció un perro lanudo y blanquinegro, típico can serrano, acompañado de un chucho rojizo que debía llevar en sus venas más sangres diferentes que el pueblo español. Ambos se me echaron encima buscando afecto y contacto humano. Me gusta pensar que los perros saben leer el corazón y las intenciones de las personas al primer vistazo, así que, halagado, siempre agradezco y correspondo el cariño que regalan los canes en los pueblos y los campos. Me siguieron al dejar la villa mientras remontaba las eras. Recordé un san bernardo que, un par de años atrás y en montañas mucho más al sur, me acompañó voluntariamente durante toda una jornada de bosques y nieves. Pero aquel día iba a caminar por tierras de la Cordillera Cantábrica, montes de lobos y osos, y no quería el trastorno de los perros. Ante el forzoso rechazo se alejaron cabizbajos, de vuelta al pueblecillo que era su hogar, mientras el sol se ocupaba en teñir de rojo amanecer los robledales deshojados que me rodeaban.

Ya con el día claro llegué a un cerro de cabeza prominente, rocosa, cuyas faldas eran bellas praderas ondulantes de color verde brillante. Comenzó a escucharse el sordo rumor de trote de grandes animales; después, entre los altos escobonales, se divisó la silueta de un grupo de ciervos. Dejando la mochila y el bastón en el suelo, me acerqué agachado hasta el límite de los matorrales sólo con la cámara y los prismáticos. Desde allí observé a placer un grupo de más de cuarenta venados. La mayor parte eran hembras, escoltadas por algunos machos muy jóvenes, los conocidos como varetos. Éstos, con sus cortas cuernas rectilíneas, amagaban duelos cada vez que se cruzaban por el prado. Parecían jóvenes mozos pavoneándose una noche de feria. Entre las hembras había algunas con la barriga abultada, llevando en su vientre el fruto de la última berrea. Mientras estaba tumbado en el suelo observando al gran rebaño salvaje, todos los animales miraron inquietos hacia una pequeña vaguada. Pensé que aquellos perros pudieran haberme seguido, o que tal vez rondara algún lobo por allí. Los ciervos comenzaron a agruparse y se fueron retirando despacio, como si realizaran una bien entrenada coreografía, ordenados y en fila, hacia la otra vertiente. Al poco rato no se veía ninguno. Los prados quedaron desiertos y en silencio.
 


 
Los venados huyeron hacia el este y continué mi camino hacia el oeste, bordeando la cabezuela rocosa de aquel monte conspicuo. Era un gigantesco bolo fragmentado de caliza de un gris muy fuerte, casi de apariencia granítica. Por la cima rondaban tres o cuatro figuras oscuras, que tomaban el sol y me observaban con atención. En un principio pensé que algún ciervo podría haberse aventurado hasta semejante lugar escarpado, pues no es extraño que las especies de herbívoros dominantes se empeñen en ocupar todos los nichos ecológicos que quedan vacantes: recordé el Macizo de Ayllón, donde no es extraño ver corzos ramoneando entre roquedales a más de dos mil metros. Al usar los binoculares la extrañeza fue tornándose en sonrisa. Ese antifaz negro en la cara blanca, esas cortas cuernas en forma de garfio, ese pecho crema bajo la borra oscura. Aquello no eran intrépidos ciervos, ni gráciles corzos, sino rebecos. Seis meses atrás, en septiembre, había viajado a esas sierras en su busca, terminando por superar los dos mil quinientos metros de altitud y coronando alguna de las mayores alturas de la cordillera. Pero los sarrios no aparecieron por ninguna parte. Finalmente los encontraba allí, al final del invierno y en las zonas bajas, en un cerro cualquiera que no alcanzaba los mil cuatrocientos metros. En aquel mogote rocoso no quedaba gota de nieve, y era eso lo que había empujado a los rebecos hasta el lugar: habían huido de las nieves y los hielos hacia los lugares más abrigados donde encontrar alimento durante toda la estación invernal.
 
 

Al otro lado del cerro daba el sol con fuerza y soplaba intensamente el viento. Se veía un gran conjunto de pequeños valles tapizados de una densa masa de roble. El ejército de árboles deshojados, desde lejos, convertía los montes en una piel arrugada cubierta una manta algodonosa y suave. Buscando cobijo entre las rocas, almorcé con vistas a algunas laderas desnudas. Cada vez que veía una silueta marrón deslizándose entre los lejanos matorrales me embargaba la emoción, pues había pocos lugares mejores que aquel para sorprender los pasos del lobo. Pero no se movían por allí más que ciervos. De cuando en cuando asomaba la cabeza entre las rocas a mis espaldas: siempre había algún rebeco, lejos en la cúspide del cerro rocoso, observando atentamente, responsable con su función de vigía.

Cuando se espera encontrar algo en la Naturaleza, o se anhela sorprender el encuentro con alguna especie en particular, todo gira para el naturalista en torno a ello. Estaba allí con el afán de ver lobos, pues aquella zona de la cordillera albergaba buen número de ellos. A lo largo de las esperas de aquel día batiendo con los prismáticos valles, laderas y claros de los bosques, todo movimiento me hacía pensar en nuestros Canis lupus. Fue cerca de allí donde dos años atrás pude ver mi primer lobo, en un encuentro que jamás aparecería en ningún manual de observación de fauna. Era octubre, en pleno mediodía de una jornada soleada. Abandoné la cobertura del bosque y subí a una cresta rocosa, tomando asiento al sol sin cuidado ni escondite alguno. Llevaba tres días viviendo en el monte y el cansancio me hacía olvidar la discreción. El lugar era un pésimo otero para ver nada, pues apenas había zonas abiertas más que dos o tres pequeños claros en la foresta. Pero aquel día el lobo ibérico quiso dejar impreso en mi corazón uno de esos momentos que no se olvidan nunca: por uno de los claros atravesó uno de ellos, con su trote característico, la cabeza baja, la librea pardoamarillenta. El lobo brillaba al sol como una visión de maravilla. Allí estaba el alma verdadera de España, la joya de nuestra Naturaleza, la eterna víctima proscrita por la ignorancia y la maldad del hombre. Tras olisquear un serbal, el lobo se internó de nuevo bajo los árboles. Del interior del bosque me llegaban sonidos apagados, cortas voces guturales y ruido de pisadas. La manada andaba por allí. Después de un rato, donde no hice otra cosa que escuchar con inmenso placer unos lobos que no podía ver, el sonido desapareció.

 
Pero aquel día no aparecieron los lobos. A la siguiente jornada, dejando atrás los bosques de los ciervos y los rebecos, su búsqueda me guió más al sur, hacia oblongos dosmiles tapizados de nieve. Caminando temprano, la superficie irisada se mostraba en todo su esplendor: el violeta de la temprana amanecida pasó al ocre de la salida del sol, para después brillar intensamente bajo el cielo azul. La sentimental belleza del amanecer en la Naturaleza es siempre algo inolvidable que hace merecer todo viaje a sus misterios. Seguí con cuidado la isohipsa de los mil quinientos metros. Las botas se hundían apenas unos centímetros en la nieve, pudiendo caminar cómodamente. Al igual que el día anterior, batía la montaña desierta con los prismáticos, estudiando los abundantes trazados de huellas dibujados durante la noche: por allá se distinguía el camino acompasado de una pareja de lobos, el paso furtivo de algún zorro, el inconfundible conjunto revuelto de un grupo de ciervos. A media mañana, la pendiente nevada me aconsejó descender hasta donde iba terminando la línea de nieve y empezaban los hayedos. Allí divisé, en la ladera de enfrente, la inconfundible cadencia de las grandes pisadas de oso pardo, que se dirigían hacia un estrecho barranco rocoso que cobijaba un apretado grupo de hayas esbeltas. Las huellas en la nieve se deterioran pronto: aquel oso inquieto, poco amigo de hibernadas, debía haber pasado por allí un par de días antes.
 
 
 
En el interior del bosque el silencio tenía algo de sagrado. Llegaba el trino de los carboneros y los camachuelos, el murmullo de los arroyos que bajaban de la nieve y algún paso entre las hojas. Por encima de los habituales sonidos forestales, se podía escuchar y sentir ese zumbido telúrico que no es otra cosa que el sonido del silencio. Con la espalda apoyada en un haya, abrazado por la calidez de la alfombra de hojas caídas, caí en un sopor inevitable hasta despertar una hora más tarde. Recordé otras siestas en lugares perdidos, donde, al abrir los ojos, no se tiene al principio consciencia de dónde se está, para después, durante un instante, un pequeñísimo momento fugaz, dejarnos llevar por nuestra antigua memoria atávica y comprobar los alrededor en busca de peligros. Siempre siento que son sensaciones que el hombre de hoy ya ha perdido, al habernos alejado para siempre de la Naturaleza y sólo volver a ella no como especie, sino apenas como seres egoístas, sin sensibilidades ni corazón, incapaces de encontrar en los montes nada más allá que ambiciones superficiales. Sin embargo, a pesar de todo lo pasado, Ella siempre nos recibe con los brazos abiertos, como una madre que todo lo perdona y todo lo olvida.



En uno de los altozanos de aquella nevada cara norte se hallaba un viejo chozo de pastores, en el que tres años antes había pasado varios días. Aquel día lo encontré justo en el límite de la nieve, que llegaba hasta la misma puerta. Después de un rato pude abrirla, escarbando hundido hasta encima de las rodillas. Al entrar en el refugio me asaltó ese incomparable olor familiar de las noches en las construcciones de la montaña: olor a hollín, a humedad, a madera, a piedra. No tenía pensado pasar la noche allí, pero el recuerdo de las viejas pernoctas me hizo cambiar de idea. Todavía era pronto, así que dejé en el interior la mayor parte del contenido de la mochila y volví fuera a caminar. Quería llegar hasta la zona donde avisté aquel lobo; pero a los quince minutos estaba agotado de arrastrar nieve. Mirando adelante, se veía que toda la cara norte estaba cubierta por una amplia capa blanca que hacía intransitables las laderas y los hayedos. Derrotado por la montaña volví a la cabaña. No podía hacer más que esperar allí hasta la mañana siguiente. Mientras preparaba madera para pasar la noche, un viejo zorro no me quitaba el ojo de encima. Me sentía cómicamente observado por la curiosidad del animal, que parecía preguntarse para qué demonios me dedicaba a serrar ramas secas.

Al fin, el zorro decidió que aquel hombre no tenía nada que ver con él y prosiguió su búsqueda de roedores entre los escobonales y las primeras hayas. Atardecía. Seguía recorriendo los espacios despejados con los prismáticos, en las últimas esperas de aquella expedición. El tiempo pasaba lento y a la tarde comenzó a notarse el frío. Cayó la noche y, si alguien hubiera pasado por allí, habría visto cómo a través de la diminuta ventana emplomada rutilaba un débil resplandor. Sentado en el banco de la cabaña, observaba mi pequeña lumbre que apenas emitía luz ni calor. En aquel tranquilo descanso recordé todas las maravillas de aquel viaje: el gran rebaño de ciervos, los rebecos, los rastros de los lobos, los jabalíes, las huellas del oso, las montañas nevadas, el hayedo mágico. A la cálida luz del fuego pensé también en todos los recuerdos pasados que aquellas vivencias y lugares de la Naturaleza me habían llevado de nuevo a la mente. El tiempo vivido desaparece, imparable y fugaz, para nunca más volver a repetirse de la misma manera. Los ciclos de la Tierra se suceden sin descanso, mas sin ser nunca iguales. Cada momento único en la Naturaleza queda en el corazón de todo aquel que sepa atesorarlo, como un recuerdo íntimo y cierto. Y aquel había sido, sin duda, un auténtico viaje a los recuerdos.