martes, 5 de agosto de 2014

Sobre las nubes

Caminar por allí era como viajar en el tiempo. El piedemonte subía hacia la cadena de montañas cubierta de nubes. No había árboles, tan sólo ralos matorrales aquí y allá. Todo era verde, de un verde intenso, de ese que nunca pierde la humedad: ese verde que se vuelve más fuerte y brillante bajo los nublados que bajo el sol. Sempiternas nubes cubrían el cielo, adivinándose más prietas y amenazantes al otro lado de la sierra. En aquel mundo de montaña verde, oscuro y húmedo, plenamente idéntico a las imágenes de las highlands escocesas, se leía la historia. Aquella Naturaleza me llevaba a los primeros tiempos de la Reconquista. Podía imaginarse a un grupo de caballería árabe mirando hacia el paso de montaña, sabiendo que más allá, hacia el otro lado del espinazo de la cordillera, había una tierra lluviosa, abrupta y fría que no se adaptaba a su agricultura ni a su modo de vida. Los jinetes sarracenos, con acusado desinterés, tiraban de las riendas y volvían las grupas al norte para regresar al cálido sur ya conquistado. Poco tiempo después cabalgarían hacia el mismo camino los jinetes cristianos, con sus lorigas, sus cotas de malla y sus espadas largas. 

Todo aquello ocurría cientos de años atrás. Pero aquel día de junio en el norte de Iberia no había por allá guerreros moros ni cristianos, sino sólo vacas, corzos y soledad. Lo que sí persistían eran las nubes, quién sabe si las mismas nubes colgadas del cielo desde hace diez siglos. Pese a que era verano el frío agarrotaba los dedos, y hacía más frío cuanto más subía. Al final del camino estaba el collado, el paso de montaña que debió marcar la antigua frontera. La niebla mojaba mi chubasquero y el viento lo hacía crujir. Buscando un lugar para dormir, seguí un pequeño sendero que cortaba una ladera de gran pendiente, abriéndose paso entre un mar de piornos. Como figuras fantasmales entre la bruma, comenzaron a aparecer siluetas de grandes vacas blanquecinas. Miraban al individuo solitario que caminaba por las escarpaduras con esa mirada entre miedosa e inocente que tienen todos los herbívoros. Más allá de sus ojos, había algo en su voz, pues mugían con una melancolía que no había escuchado nunca: mugían con gritos desgarradores, largos, unos mugidos en todo diferentes a aquellos que podemos imaginar en cualquier vaca. Parecían el lamento agónico de un ser perdido, la rogante voz al cielo de criaturas del pasado. Allí, caminando suspendido y solo entre las montañas y las nubes, aquellos gritos prolongados me sonaban salvajes, inquietantes, voces eternas repetidas por el eco de las paredes rocosas ocultas por la niebla.




A la caída de la tarde alcancé un nuevo collado ventoso y estrecho. Alrededor de él sólo se veían nubes, pudiéndose apenas adivinar las faldas de los montes por debajo de ellas. Pensé en bajar por el otro lado del paso, por un bien definido sendero de vacas que serpeaba por la ladera: según el mapa, por detrás de los siguientes contrafuertes de la montaña debía haber un lago glaciar, que intuía bien protegido y rodeado de amplias zonas llanas donde pernoctar. Me incliné en cambio por pasar la noche en el collado. Con la oscuridad los vientos arreciaron y movieron las nubes; la luna llena iluminaba con su luz blanca las montañas. La fuerza del aire no me dejó apenas dormir, pero fue esa típica incomodidad propia del medio natural que ayuda a quererlo y a sentirlo. ¿Qué sentido habría tenido dormir allí con un saco de última generación, una esterilla inflable, ropas térmicas y demás delicadas comodidades modernas? Prefería, sin duda, que el viento y el frío me despertaran, para salir de los sueños y ver con mis propios ojos, en plena noche, el sueño real de las montañas y los bosques pintados por la plata de la luna llena.

La siguiente jornada en aquellas montañas septentrionales fue otro día de frío y nieblas eternas. Caminaba siguiendo los caminos de las vacas y las cuerdas de los cerros, admirando la amplitud inmensa de los valles verdes, la densidad de los hayedos y los montes tapizados de matorrales oscuros. Las sempiternas nubes corrían sin descanso por el cielo y se enganchaban en los picachos. Visité aquel lago que adiviné en el mapa el día anterior, que tenía un exótico nombre celta. En aquellas soledades, maravillaba semejante remanso glaciar rodeado de laderas de fuerte verdor. Era un oasis de paz nórdica en torno al cual ramoneaban los rebecos, con su librea color arena del verano.




El silencio de aquel mundo del norte sobrecogía el alma. La propia Naturaleza invitaba a sentarse entre los matorrales de cara a espacios despejados donde dejar correr las horas esperando el paso furtivo de la fauna salvaje: cruzaron zorros, venados, sarrios y ardillas, pero no el lobo y ni el oso, ilustres habitantes de aquellos parajes. Uno de los arroyos que bajaban de aquel solitario lago glaciar formaba una pequeña red de charquillas y tremedales, llenas de renacuajos de diferentes especies de anfibios, demasiado grandes ya como para ser presa de sus progenitores. Allí disfruté del celo de los tritones alpinos: el macho, aún con su librea leopardina adornando su cresta y sus flancos, bailaba bajo el agua alrededor de una de las hembras, rodeándola y agitando la cola. Los pagos de alta montaña son siempre en apariencia vacíos y sin vida, pero ésta parece esconderse en cualquier lugar, desde las faldas de los montes hasta la más remota y fría charca. Sólo era necesario estar quieto y mirar. 

Por la tarde volvieron las nubes densas y pegajosas del día anterior. En un profundo valle verde rodeado de altísimas paredes de caliza gris había un pequeño grupo de cabañas de piedra, con puertas de madera y tejados de chapa o teja. Sólo una de ellas se encontraba abierta, la menor de todas. Había que agacharse mucho y dejar fuera la mochila para poder entrar en aquella casuca. Al abrir la diminuta puerta corrieron por el interior una araña y una escolopendra, que desaparecieron entre los resquicios de la pared de piedra. En el interior únicamente había espacio para una tarima de madera que hacía las veces de cama y frente a ella, apenas a medio metro, la chimenea. En una esquina había madera seca amontonada, junto a un hacha y un bastón. Por las paredes, apoyadas en las rocas salientes o colgadas de clavos en la vigas del techo, reposaban pequeñas cazuelas granate renegridas por el uso y el tiempo. Cada vez que me movía se escuchaban los gritos pedigüeños de los polluelos de algún pájaro que había anidado por la pared exterior. Olía a humedad, a hollín, a piedra vieja, a vida pasada. Parecía la cabaña de un mountain man literario. Me vinieron a la mente lecturas como a misma novela El trampero, de Vardis Fisher, ambientada en las lejanas Rocosas. La literatura y la Naturaleza son maravillas que siempre se me han antojado hermanas. Nunca me falta un libro en el petate de campo.




Regresé a la cabaña al poco de abandonarla, pues por la tarde comenzó un aguacero de lluvia densa y pesada. Quedaban cuatro o cinco horas de luz, pero tuve que resignarme a ver pasar el tiempo en silencio refugiado en el bohío. Desde la puerta apenas había diez metros de visibilidad. La niebla lo había cubierto todo de nuevo, había ocultado las montañas, el cielo y los valles: la barraca parecía flotar sobre las nubes. Me encontraba allí de pie, abrigado bajo el pequeño tejadillo mirando hacia la bruma y la lluvia, cuando escuché los pasos de un gran animal a mi derecha. Entre la atmósfera gris comenzó a dibujarse la silueta de un toro. Pese a la inevitable cautela atávica que todos podemos tener hacia un astado, no sentí miedo ni ganas de refugiarme en el interior de la choza. El toro continuó acercándose a paso tranquilo. Era un animal hermosísimo, de gran tamaño; su musculatura forjada en la montaña se dibujaba bajo su piel. Tenía patas negras y lomo dorado, un dorado que se extendía hasta su cabeza en forma de graciosos rizos casi infantiles, desde los que partían sus dos cuernos blancos. Cuando la bestia estuvo a mi lado estiré la mano para tocar aquellos rizos. El toro tenía en sus ojos una mirada perdida y bondadosa, como de abuelo. Habría sido imposible, estúpido, casi inhumano tener miedo, como inhumano es también hacer sufrir a un animal así. Podía oír las gruesas gotas de lluvia cayendo sobre su prieto pelaje. Acerqué mi frente a su testuz y juntamos nuestras cabezas mientras le acariciaba el cuello poderoso. Sentí toda la fuerza oculta del animal en aquel momento, pero también su inocencia y su ternura. Cuando nos separamos, el toro prosiguió su camino, desapareciendo entre la niebla.