La pequeña
ciudad, sita en una de las regiones más frías de España, se encontraba sumida
en la niebla. Era aún el principio del invierno, pero cuando el sol emitía todavía apenas una leve claridad había ya diez grados bajo cero, que serían bastantes menos en el
fondo de los valles. Quedaba apenas media hora para mi destino, así que paré en
la villa para tomar un café antes de terminar la última etapa del viaje. En el bar, unos
paisanos hablaban de las bondades de cada tipo de madera para
alimentar las chimeneas. Unos defendían la encina contra viento y marea, mientras que otro utilizaba por orden, al encenderse el hogar, pino, carrasca y encina. Allí quedaron sin ponerse de acuerdo. Al dejar la ciudad desapareció la niebla y se mostró
un día luminoso y brillante, con un cielo que ya se adivinaba iba a tener ese
resplandor propio de las grandes superficies durante los meses fríos. La
carretera progresaba entre algunos campos de labor rodeados de cerros poblados
de altos pinos silvestres, encinas y sabinas. La tierra era roja. Aquella zona
siempre ha conseguido retrotraerme a los grandes documentales que hablan sobre
la lujuria vegetal de las regiones boreales. Allí también se respiraba ese
ambiente de exploración y gran naturaleza. Los ciervos y gamos que trotaban
poderosamente por los campos acentuaban esa imagen.
Comenzamos
a caminar desde un pequeño pueblo. Mi perro
Baker era una vez más mi único compañero de campo, como tantos otros días. Al
dejar las eras y salir a los altozanos el sol recién salido ya brillaba
radiante. Aunque toda la vegetación era de arbustos bajos y plantas rastreras,
agarrada al suelo como un parásito, a lo lejos se veía ya el bosque. No había
por allí nada con lo que orientarse. Simplemente, dentro de la gran foresta que
allí comenzaba, el mapa dibujaba cómo algunos arroyos confluían más adelante en
una barranquera mayor que desembocaba a su vez en el río. Quería dejarme guiar solo por
la inclinación del terreno para terminar llegando a las aguas. Era maravilloso
desplegar el mapa y ver la inmensa superficie de páramos, bosques y cañones sin
más injerencia humana que alguna pista o carril. El interior del pinar
brillaba, parcheado de sol y nieve, dorado por las hojas que aún permanecían en
los pocos robles que había en los claros. Entre los árboles seguía viéndose el
correteo furtivo de los venados.
Encontramos
una buena trocha de animales, estrecha y escurridiza, tan frecuentada por la
fauna que estaba perfectamente apisonada y ninguna planta crecía en ella. El
camino salvaba el tejido de ramblas y lapiaces que bajaba por el bosque, como
una densa red de capilares sanguíneos. Según descendíamos y los pinos eran cada
vez más altos, iban apareciendo también grandes bloques de caliza gris, muchos
de los cuales habían tomado la forma de pináculos y grandes setas de varios
metros de altura: figuras esculpidas por la lluvia en los remotos tiempos en
que allí no hubo bosques. Los hongos pétreos asomaban entre los árboles, mirándonos
como enormes tótems de otra era, como estatuas que guardaran la entrada a algún
lugar secreto y mágico. Y así era. La senda de las bestias fue viéndose rodeada
por laderas poco a poco más estrechas. Los pinos fueron tomando formas
grotescas para poder agarrarse a las empinadas paredes de aquel cauce seco cada
vez más angosto. El perro, amante de los espacios abiertos, me seguía aquel día cabizbajo. No le gustaba aquel silencioso rincón del mundo, y yo no podía negar
que allí había cierta atmósfera ignota, oscura y hasta cierto punto
inquietante. El misterio de la
Naturaleza se hizo más fuerte cuando atravesamos una habitación
azulada, unos metros del desfiladero que estaban cubiertos de hielo puramente azul. No había
más hielo por ninguna parte, sólo allí. Superarlo parecía una especie de prueba
que abriera la puerta del último reducto.
Y aquel
reducto, aquel lugar último, apareció poco a poco ante nuestros ojos cuando dejamos atrás el habitáculo de hielo. Apartando
una rama de boj apareció la vista panorámica más hermosa que imaginarse pueda, imposible
de captar con fotografías, excesiva para cualquier lienzo. El barranco
terminaba a media altura de un abismo, saliendo al vacío de un inmenso
anfiteatro de piedra. A izquierda y derecha los enormes muros caían más de cien
metros a plomo formando una media luna perfecta y gigantesca, un semicírculo
portentoso e inabarcable. Decenas de pies más abajo, tras una selva de árboles
y bojedales, corría el río, una ancha cinta esmeralda brillante que merodeaba
tranquila, sin que sus aguas emitieran apenas ningún sonido. De la otra orilla
brotaban dos altas colinas gemelas, de paredes de caliza blanca como las del
gran anfiteatro, cuajadas de árboles que brillaban en verde intenso con el sol
del invierno.
Aquel lugar
no era el más lejano en el que me había encontrado, ni el más difícil ni el más
salvaje. Pero sin duda era un rincón puro, donde la naturaleza se mostraba
más bravía, más brutal, intocada, menos frecuentada por el hombre. Sentado
sobre el vacío contemplando la inmensidad y el silencio, con el perro a mi lado
mirando también al tendido, sentí allí una inquietud que no había tenido en
otro lugar. La soledad de la
Naturaleza que todavía merece tal nombre es capaz de abrir
ese cajón de sastre que tenemos en el corazón, haciéndonos conocernos a nosotros mismos. Después de varios años
recorriendo los montes solo, en muchos lugares tan salvajes como aquel, creía
haber desarrollado una conexión total con el medio natural. Pero el remoto
anfiteatro de piedra y sus bosques boreales pusieron en mi corazón una
pincelada de inquietud. No era nada parecido al miedo, ni a la cautela o el
temor. Tal vez no exista aún palabra que describa ese sentimiento. Era una sensación opresiva, pero limpia y pura, que bien pudiera ser
la consciencia de nosotros mismos. El recuerdo atávico de nuestra pertenencia a
la tierra.
Cuando
comencé a descender por el sumidero del anfiteatro el perro se mostró reticente
a seguir. “Chico,
si hemos llegado hasta aquí, no vamos a dar la vuelta”, le dije,
y comenzó a seguirme con su resignada fidelidad. Entre los duros y apretados
bojedales que crecían en el fondo del tazón había un camino animal que aparecía
de la nada, como si las ramas se fueran abriendo a nuestro paso. Llegamos así
al río turquesa, que corría suave y tranquilo. En muchos puntos se apreciaban
las junqueras aplastadas allí donde los animales bajaban a beber, o los
resbaladeros y toboganes de las nutrias. Caminamos hacia el sur siguiendo el
cauce, hasta encontrar el de otro río, más estrecho pero igualmente caudaloso y frío. Nuestra orilla era estrecha y frondosa, aunque la contraria se veía
despejada, con buen espacio entre los árboles. Mientras caminábamos en silencio apareció allí, en medio de la nada, el pequeño cadáver congelado de un
gavilán. Yacía estirado, con los ojos cerrados, conservado por el frío intenso
de aquellas semanas. El plumaje azulado del dorso y las listas anaranjadas del
vientre de la rapaz llamaban poderosamente la atención en medio de la oscuridad
de la orilla boscosa. El ave, cubierta aún de escarcha, era la viva imagen del
desvalimiento y el olvido. Inspiraba verdadera lástima y, por alguna razón, su cuerpo
inerte acrecentaba la sensación de inmensidad y soledad de aquella Naturaleza.
Horas después, a la tarde, abandonamos las
profundas hoces buscando un camino por las pendientes que parecían más
practicables. Una vez en el páramo tras un duro ascenso pudimos descansar,
observando el precioso atardecer sobre los abismos y los bosques. Los pinares
se tornaban negros y los robledales dorados. Penetramos de nuevo en el bosque
alto para dirigirnos al pueblo del que habíamos partido por la mañana, aún
distante, oculto tras los llanos paisajes desnudos propios de una tundra
que recorrimos por la mañana. Cuando divisamos las luces del villorrio, ya prácticamente
de noche, un vehículo apareció desde él por la pista. Era un viejo Jeep
Cherokee blanco con una rueda atada al techo. Paró a nuestro lado. En su interior iban
un hombre mayor de fortísimo acento y su nieta, una chiquilla regordeta y alegre. Después de hablar sobre el
campo y de sus desventuras con la rueda del coche, me explicó que iba a
probar el nuevo neumático y de paso llevar a la nieta a ver si veían algún animal. Nos
despedimos. Un rato después, ya en el pueblo y mientras acomodaba a mi pequeño
compañero en el maletero de mi coche, regresó el todoterreno con el hombre y la niña. Casi
sin detenerse, pasó a mi lado y dijo alegremente “Tres ciervas hemos visto”.
La niña llevaba una sonrisa de oreja a oreja.