sábado, 15 de febrero de 2014

La inquietud

La pequeña ciudad, sita en una de las regiones más frías de España, se encontraba sumida en la niebla. Era aún el principio del invierno, pero cuando el sol emitía todavía apenas una leve claridad había ya diez grados bajo cero, que serían bastantes menos en el fondo de los valles. Quedaba apenas media hora para mi destino, así que paré en la villa para tomar un café antes de terminar la última etapa del viaje. En el bar, unos paisanos hablaban de las bondades de cada tipo de madera para alimentar las chimeneas. Unos defendían la encina contra viento y marea, mientras que otro utilizaba por orden, al encenderse el hogar, pino, carrasca y encina. Allí quedaron sin ponerse de acuerdo. Al dejar la ciudad desapareció la niebla y se mostró un día luminoso y brillante, con un cielo que ya se adivinaba iba a tener ese resplandor propio de las grandes superficies durante los meses fríos. La carretera progresaba entre algunos campos de labor rodeados de cerros poblados de altos pinos silvestres, encinas y sabinas. La tierra era roja. Aquella zona siempre ha conseguido retrotraerme a los grandes documentales que hablan sobre la lujuria vegetal de las regiones boreales. Allí también se respiraba ese ambiente de exploración y gran naturaleza. Los ciervos y gamos que trotaban poderosamente por los campos acentuaban esa imagen.

Comenzamos a caminar desde un pequeño pueblo. Mi perro Baker era una vez más mi único compañero de campo, como tantos otros días. Al dejar las eras y salir a los altozanos el sol recién salido ya brillaba radiante. Aunque toda la vegetación era de arbustos bajos y plantas rastreras, agarrada al suelo como un parásito, a lo lejos se veía ya el bosque. No había por allí nada con lo que orientarse. Simplemente, dentro de la gran foresta que allí comenzaba, el mapa dibujaba cómo algunos arroyos confluían más adelante en una barranquera mayor que desembocaba a su vez en el río. Quería dejarme guiar solo por la inclinación del terreno para terminar llegando a las aguas. Era maravilloso desplegar el mapa y ver la inmensa superficie de páramos, bosques y cañones sin más injerencia humana que alguna pista o carril. El interior del pinar brillaba, parcheado de sol y nieve, dorado por las hojas que aún permanecían en los pocos robles que había en los claros. Entre los árboles seguía viéndose el correteo furtivo de los venados.



Encontramos una buena trocha de animales, estrecha y escurridiza, tan frecuentada por la fauna que estaba perfectamente apisonada y ninguna planta crecía en ella. El camino salvaba el tejido de ramblas y lapiaces que bajaba por el bosque, como una densa red de capilares sanguíneos. Según descendíamos y los pinos eran cada vez más altos, iban apareciendo también grandes bloques de caliza gris, muchos de los cuales habían tomado la forma de pináculos y grandes setas de varios metros de altura: figuras esculpidas por la lluvia en los remotos tiempos en que allí no hubo bosques. Los hongos pétreos asomaban entre los árboles, mirándonos como enormes tótems de otra era, como estatuas que guardaran la entrada a algún lugar secreto y mágico. Y así era. La senda de las bestias fue viéndose rodeada por laderas poco a poco más estrechas. Los pinos fueron tomando formas grotescas para poder agarrarse a las empinadas paredes de aquel cauce seco cada vez más angosto. El perro, amante de los espacios abiertos, me seguía aquel día cabizbajo. No le gustaba aquel silencioso rincón del mundo, y yo no podía negar que allí había cierta atmósfera ignota, oscura y hasta cierto punto inquietante. El misterio de la Naturaleza se hizo más fuerte cuando atravesamos una habitación azulada, unos metros del desfiladero que estaban cubiertos de hielo puramente azul. No había más hielo por ninguna parte, sólo allí. Superarlo parecía una especie de prueba que abriera la puerta del último reducto.



Y aquel reducto, aquel lugar último, apareció poco a poco ante nuestros ojos cuando dejamos atrás el habitáculo de hielo. Apartando una rama de boj apareció la vista panorámica más hermosa que imaginarse pueda, imposible de captar con fotografías, excesiva para cualquier lienzo. El barranco terminaba a media altura de un abismo, saliendo al vacío de un inmenso anfiteatro de piedra. A izquierda y derecha los enormes muros caían más de cien metros a plomo formando una media luna perfecta y gigantesca, un semicírculo portentoso e inabarcable. Decenas de pies más abajo, tras una selva de árboles y bojedales, corría el río, una ancha cinta esmeralda brillante que merodeaba tranquila, sin que sus aguas emitieran apenas ningún sonido. De la otra orilla brotaban dos altas colinas gemelas, de paredes de caliza blanca como las del gran anfiteatro, cuajadas de árboles que brillaban en verde intenso con el sol del invierno.

Aquel lugar no era el más lejano en el que me había encontrado, ni el más difícil ni el más salvaje. Pero sin duda era un rincón puro, donde la naturaleza se mostraba más bravía, más brutal, intocada, menos frecuentada por el hombre. Sentado sobre el vacío contemplando la inmensidad y el silencio, con el perro a mi lado mirando también al tendido, sentí allí una inquietud que no había tenido en otro lugar. La soledad de la Naturaleza que todavía merece tal nombre es capaz de abrir ese cajón de sastre que tenemos en el corazón, haciéndonos conocernos a nosotros mismos. Después de varios años recorriendo los montes solo, en muchos lugares tan salvajes como aquel, creía haber desarrollado una conexión total con el medio natural. Pero el remoto anfiteatro de piedra y sus bosques boreales pusieron en mi corazón una pincelada de inquietud. No era nada parecido al miedo, ni a la cautela o el temor. Tal vez no exista aún palabra que describa ese sentimiento. Era una sensación opresiva, pero limpia y pura, que bien pudiera ser la consciencia de nosotros mismos. El recuerdo atávico de nuestra pertenencia a la tierra.



Cuando comencé a descender por el sumidero del anfiteatro el perro se mostró reticente a seguir. Chico, si hemos llegado hasta aquí, no vamos a dar la vuelta, le dije, y comenzó a seguirme con su resignada fidelidad. Entre los duros y apretados bojedales que crecían en el fondo del tazón había un camino animal que aparecía de la nada, como si las ramas se fueran abriendo a nuestro paso. Llegamos así al río turquesa, que corría suave y tranquilo. En muchos puntos se apreciaban las junqueras aplastadas allí donde los animales bajaban a beber, o los resbaladeros y toboganes de las nutrias. Caminamos hacia el sur siguiendo el cauce, hasta encontrar el de otro río, más estrecho pero igualmente caudaloso y frío. Nuestra orilla era estrecha y frondosa, aunque la contraria se veía despejada, con buen espacio entre los árboles. Mientras caminábamos en silencio apareció allí, en medio de la nada, el pequeño cadáver congelado de un gavilán. Yacía estirado, con los ojos cerrados, conservado por el frío intenso de aquellas semanas. El plumaje azulado del dorso y las listas anaranjadas del vientre de la rapaz llamaban poderosamente la atención en medio de la oscuridad de la orilla boscosa. El ave, cubierta aún de escarcha, era la viva imagen del desvalimiento y el olvido. Inspiraba verdadera lástima y, por alguna razón, su cuerpo inerte acrecentaba la sensación de inmensidad y soledad de aquella Naturaleza.

Horas después, a la tarde, abandonamos las profundas hoces buscando un camino por las pendientes que parecían más practicables. Una vez en el páramo tras un duro ascenso pudimos descansar, observando el precioso atardecer sobre los abismos y los bosques. Los pinares se tornaban negros y los robledales dorados. Penetramos de nuevo en el bosque alto para dirigirnos al pueblo del que habíamos partido por la mañana, aún distante, oculto tras los llanos paisajes desnudos propios de una tundra que recorrimos por la mañana. Cuando divisamos las luces del villorrio, ya prácticamente de noche, un vehículo apareció desde él por la pista. Era un viejo Jeep Cherokee blanco con una rueda atada al techo. Paró a nuestro lado. En su interior iban un hombre mayor de fortísimo acento y su nieta, una chiquilla regordeta y alegre. Después de hablar sobre el campo y de sus desventuras con la rueda del coche, me explicó que iba a probar el nuevo neumático y de paso llevar a la nieta a ver si veían algún animal. Nos despedimos. Un rato después, ya en el pueblo y mientras acomodaba a mi pequeño compañero en el maletero de mi coche, regresó el todoterreno con el hombre y la niña. Casi sin detenerse, pasó a mi lado y dijo alegremente “Tres ciervas hemos visto”. La niña llevaba una sonrisa de oreja a oreja.