jueves, 13 de septiembre de 2012

Aquel lugar


Los últimos signos de civilización que habíamos encontrado no fueron más que unas pocas colmenas fabricadas con troncos y, mucho más adelante, las ruinas de una cabaña de rocas abatida por la intemperie. Más allá no había nada en aquel encajonamiento sin final. Las empinadas laderas tapizadas de bosques apretados no daban muestra alguna de haber sido pisadas quizá alguna vez por el hombre, y las altas muelas rocosas cortadas a pico que arrancaban desde los bosques eran sin duda delirios infranqueables. Una continua masa de todos los verdes imaginables cubría la tierra y las cicatrices que la eternidad había abierto en ella. El riachuelo seco que seguíamos avanzaba haciendo giros imposibles entre la inmensidad de la naturaleza, como si tratara de escapar, de que nadie lo encontrara. Desde aquellos lugares donde podíamos asomarnos por encima de la vegetación no veíamos más que lujuria vegetal y mineral, verdes abismos callados como poetizara Rómulo Gallegos, una exasperante monotonía de variedad infinita.

Raúl, Ismael y yo habíamos viajado lejos. Nos hallábamos en otras tierras, otras provincias, paisajes lejanos que desde el principio nos maravillaron por su belleza virgen. Desde el pálido amanecer y durante todo el día avanzamos en fila india entre la espesura. Seguíamos las sendas de los animales cuando las encontrábamos. Acaso todos los grandes mamíferos de esas regiones moraban en aquel dédalo de barrancos: ciervos, gamos, muflones, cabras monteses y jabalíes. No podíamos imaginar mejor hábitat posible también para el lobo y el lince, o aun para el oso. Eran sin duda montes donde jamás serían encontrados. Nos preguntamos en muchos momentos si no sería aquel uno de los rincones más recónditos y aislados de Iberia.


Alzados muy por encima de la selva por la que nos abríamos paso, los resaltes rocosos orillados de vacíos brillaban calcáreos, naranjas y grises, respondiendo cuando el débil Sol asomaba entre la neblina. Aquel paraje prehistórico tenía un espíritu de hostilidad que no nos pasaba desapercibido. Caminar por el fondo de las abruptas barranqueras era la forma más rápida y dolorosa de avanzar. El agua del cauce manaba intermitentemente, con frecuencia filtrada por el suelo poroso que absorbía de repente el riachuelo como un sumidero. Aun en las zonas secas se mantenía una fuerte humedad que hacía crecer lujuriosamente los espinosos zarzales y agracejos. Llevábamos los brazos en carne viva, arañados por las agujas de las plantas, con heridas que parecían quemar con el sudor. Comíamos moras cuando las encontrábamos, recreándonos en su sabor familiar que nos parecía algo imposible de degustar en aquellas soledades tan acres y salinas. El inextricable terreno nos hacía quedar desorientados con frecuencia.
 
- Creo que lo lógico es seguir por ahí.
- Pues yo creo que en estos montes no hay nada lógico.

El continuo tintineo gutural del agua que resonaba desde nuestras cantimploras traía a la mente el eco del tambor de alguna tribu perdida que aún viviera entre las colinas. Ese sonido agudizaba la sensación de encontraros en forestas de otras latitudes, de otros climas y ecosistemas. La humedad y el calor aumentaron conforme avanzó el día y espolearon a las moscas y mosquitos que surgían por doquier. Los pinos manaban savia a chorros por sus grietas. Al doblar un recodo, la pared rocosa se transformó en un largo talud arenoso cuajado de pequeños agujeros negros. Ninguno de los tres habíamos visto nunca aquello, que nos pareció de un exotismo ecuatorial. Contemplamos esa enorme obra de avispones con la inevitable inquietud de que los agujeros comenzaran a manar grandes insectos de repente. Poco más adelante encontramos culebras coronelas devorando a congéneres por la cola y pozas de verde esmeralda cuajadas de algas fosforescentes, peces y renacuajos, mientras nos trepaba por las piernas una especie de hormiga de abdomen rojo que picaba con él de forma despiadada. Continuamente nos llegaba el fuerte olor acre y peludo de los grandes mamíferos que nos observaban desde la espesura. Mirábamos a todas partes absortos, rodeados de tanta vida, tanta belleza, tanto aislamiento salvado de la presencia del hombre. ¿Nos encontrábamos realmente en el lugar que pensábamos o era un mundo perdido perteneciente a otra época?
 
 
Las profundas pozas turquesa que fueron apareciendo nos obligaban a abandonar los fondos de barranco para trepar por terribles resbaladeros. Los superábamos subiendo en zigzag, resbalando continuamente, dejando muchos metros entre nosotros y atentos a las piedras que rodaban desde lo alto. En la cúspide de los inmensos cuchillares de roca que cortaban los cañones y generaban aquellas pozas no veíamos en el horizonte que aquel laberinto quisiera terminar. ¿A cuántos kilómetros estaría la persona más cercana, en cualquier dirección? En varias ocasiones paramos para beber agua y, desplegando los mapas, debatíamos si regresar por el mismo camino o continuar hacia no sabíamos qué. Sentíamos dentro de nosotros el impulso baquiano propio de los naturalistas solitarios y pioneros, un ímpetu de exploración y descubrimiento que nos impedía volvernos atrás.

Avanzada la tarde descubrimos tras algunos meandros del arroyo pequeños llanos al pie de las abruptas laderas. En uno de aquellos acotados praderíos, muy hozados y embarrados por los animales salvajes, aparecieron los restos desmoronados de un antigua casa de piedra, demasiado estropeados para haber sido abandonada siquiera el siglo pasado. Las rocas que antaño formaron los muros estaban ya erosionadas y redondeadas por efecto de los elementos. Encontramos dispersos por el suelo algunos pedazos de vasijas de arcilla. Contemplamos con respeto los restos desvencijados de la cabaña. En aquel lugar tan recóndito nos costaba imaginar cómo podía vivirse allí, solo; la choza era sin duda el hogar de un antiguo cabrero de quién sabe qué época. Raúl nos contó alguna anécdota de aquellos hombres y de su durísima forma de vida, que se mantuvo inalterada desde época celtíbera hasta bien entrado el siglo XX: Pasaban meses fuera de casa, en estos chozos en el monte, junto a su hato de cabras. Cuando no había comida hacían cortes a sus animales sin matarlos, y les extraían el sebo. De eso comían. Conocíamos esas historias, pero no imaginábamos que aquellos olvidados pastores pudieran adentrarse hasta semejantes parajes.

La tarde sustituyó al día en aquel duro caminar interminable. Próxima la noche, llegamos a otro curso fluvial más ancho y torrentoso, cuyas aguas teñidas de jade rugían entre los incontables barrancos y ramblas. El atardecer fue rojo. Los verdes, ocres, pardos y grises que pintaba la luz durante el día se volvieron intensamente negros. Caminamos largo tiempo cortando por silenciosos pinares y alcanzando al fin las cimas de los páramos, planicies que reverberaban con una blancura espectral en aquella noche sin luna. Conseguimos regresar mediada la madrugada sombría, ayudados por las linternas. Los sucesos del día parecían entonces recuerdos lejanos, como intensas aventuras leídas en un cuento de descubridores. Una vez a salvo, agotados, fuimos conscientes de la experiencia que habíamos vivido, del intangible privilegio de haber podido conocer unos parajes tan valiosos salvados del hombre, lugares sumidos en un anonimato y una soledad que durante siglos han sido su principal salvaguarda, más ahora en estos turistas tiempos obtusos. Además de la indeleble fascinación en que nadábamos perplejos, estuvimos de acuerdo en que compartíamos en el fondo de nuestros corazones una profunda desazón por la fragilidad de esos montes: por la misteriosa maravilla del azar que ha logrado mantenerlos vírgenes hasta nuestros días.