Los últimos
signos de civilización que habíamos encontrado no fueron más que unas pocas colmenas fabricadas con
troncos y, mucho más adelante, las ruinas de una cabaña de rocas abatida por la
intemperie. Más allá no había nada en aquel encajonamiento sin final. Las
empinadas laderas tapizadas de bosques apretados no daban muestra alguna de
haber sido pisadas quizá alguna vez por el hombre, y las altas muelas rocosas
cortadas a pico que arrancaban desde los bosques eran sin duda delirios
infranqueables. Una continua masa de todos los verdes imaginables cubría la tierra y las cicatrices que la eternidad había abierto en ella. El riachuelo seco que seguíamos avanzaba haciendo giros
imposibles entre la inmensidad de la naturaleza, como si tratara de escapar, de
que nadie lo encontrara. Desde aquellos lugares donde podíamos asomarnos por
encima de la vegetación no veíamos más que lujuria vegetal y mineral, “verdes
abismos callados”
como poetizara Rómulo Gallegos, una “exasperante monotonía de variedad
infinita”.
Raúl,
Ismael y yo habíamos viajado lejos. Nos hallábamos en otras tierras, otras
provincias, paisajes lejanos que desde el principio nos maravillaron por su
belleza virgen. Desde el pálido amanecer y durante todo el día avanzamos en
fila india entre la espesura. Seguíamos las sendas de los animales cuando las
encontrábamos. Acaso todos los grandes mamíferos de esas regiones moraban en
aquel dédalo de barrancos: ciervos, gamos, muflones, cabras monteses y jabalíes.
No podíamos imaginar mejor hábitat posible también para el lobo y el lince, o
aun para el oso. Eran sin duda montes donde jamás serían encontrados. Nos
preguntamos en muchos momentos si no sería aquel uno de los rincones más recónditos
y aislados de Iberia.
Alzados muy
por encima de la selva por la que nos abríamos paso, los resaltes rocosos
orillados de vacíos brillaban calcáreos, naranjas y grises, respondiendo cuando
el débil Sol asomaba entre la neblina. Aquel paraje prehistórico tenía un espíritu
de hostilidad que no nos pasaba desapercibido. Caminar por el fondo de las
abruptas barranqueras era la forma más rápida y dolorosa de avanzar. El agua
del cauce manaba intermitentemente, con frecuencia filtrada por el suelo poroso
que absorbía de repente el riachuelo como un sumidero. Aun en las zonas secas
se mantenía una fuerte humedad que hacía crecer lujuriosamente los espinosos
zarzales y agracejos. Llevábamos los brazos en carne viva, arañados por las
agujas de las plantas, con heridas que parecían quemar con el sudor. Comíamos
moras cuando las encontrábamos, recreándonos en su sabor familiar que nos parecía
algo imposible de degustar en aquellas soledades tan acres y salinas. El
inextricable terreno nos hacía quedar desorientados con frecuencia.
- Creo que
lo lógico es seguir por ahí.
- Pues yo creo
que en estos montes no hay nada lógico.
El continuo
tintineo gutural del agua que resonaba desde nuestras cantimploras traía a la mente el
eco del tambor de alguna tribu perdida que aún viviera entre las colinas. Ese
sonido agudizaba la sensación de encontraros en forestas de otras latitudes, de
otros climas y ecosistemas. La humedad y el calor aumentaron conforme avanzó el
día y espolearon a las moscas y mosquitos que surgían por doquier. Los pinos manaban savia a chorros por sus grietas. Al doblar un
recodo, la pared rocosa se transformó en un largo talud arenoso cuajado de
pequeños agujeros negros. Ninguno de los tres habíamos visto nunca aquello, que
nos pareció de un exotismo ecuatorial. Contemplamos esa enorme obra de
avispones con la inevitable inquietud de que los agujeros comenzaran a manar
grandes insectos de repente. Poco más adelante encontramos culebras coronelas
devorando a congéneres por la cola y pozas de verde esmeralda cuajadas de algas
fosforescentes, peces y renacuajos, mientras nos trepaba por las piernas una especie de hormiga de abdomen rojo que picaba con él de forma despiadada. Continuamente nos llegaba el fuerte olor acre y peludo de los grandes mamíferos que nos observaban desde la espesura. Mirábamos a todas partes absortos, rodeados
de tanta vida, tanta belleza, tanto aislamiento salvado de la presencia del
hombre. ¿Nos encontrábamos realmente en el lugar que pensábamos o era un mundo
perdido perteneciente a otra época?
Las
profundas pozas turquesa que fueron apareciendo nos obligaban a abandonar los
fondos de barranco para trepar por terribles resbaladeros. Los superábamos
subiendo en zigzag, resbalando continuamente, dejando muchos metros entre
nosotros y atentos a las piedras que rodaban desde lo alto. En la cúspide de
los inmensos cuchillares de roca que cortaban los cañones y generaban aquellas
pozas no veíamos en el horizonte que aquel laberinto quisiera terminar. ¿A cuántos kilómetros estaría la persona más cercana, en cualquier dirección? En
varias ocasiones paramos para beber agua y, desplegando los mapas, debatíamos
si regresar por el mismo camino o continuar hacia no sabíamos qué. Sentíamos
dentro de nosotros el impulso baquiano propio de los naturalistas solitarios y
pioneros, un ímpetu de exploración y descubrimiento que nos impedía volvernos
atrás.
Avanzada la
tarde descubrimos tras algunos meandros del arroyo pequeños llanos al pie de
las abruptas laderas. En uno de aquellos acotados praderíos, muy hozados y
embarrados por los animales salvajes, aparecieron los restos desmoronados de un
antigua casa de piedra, demasiado estropeados para haber sido abandonada
siquiera el siglo pasado. Las rocas que antaño formaron los muros estaban ya
erosionadas y redondeadas por efecto de los elementos. Encontramos dispersos
por el suelo algunos pedazos de vasijas de arcilla. Contemplamos con respeto
los restos desvencijados de la cabaña. En aquel lugar tan recóndito nos costaba
imaginar cómo podía vivirse allí, solo; la choza era sin duda el hogar de un
antiguo cabrero de quién sabe qué época. Raúl nos contó alguna anécdota de
aquellos hombres y de su durísima forma de vida, que se mantuvo inalterada desde época celtíbera hasta bien entrado el siglo XX: “Pasaban meses fuera de casa, en
estos chozos en el monte, junto a su hato de cabras. Cuando no había comida hacían
cortes a sus animales sin matarlos, y les extraían el sebo. De eso comían”. Conocíamos
esas historias, pero no imaginábamos que aquellos olvidados pastores pudieran adentrarse
hasta semejantes parajes.
La tarde sustituyó al día en aquel duro caminar
interminable. Próxima la noche, llegamos a otro curso fluvial más ancho y torrentoso,
cuyas aguas teñidas de jade rugían entre los incontables barrancos y ramblas.
El atardecer fue rojo. Los verdes, ocres, pardos y grises que pintaba la luz
durante el día se volvieron intensamente negros. Caminamos largo tiempo
cortando por silenciosos pinares y alcanzando al fin las cimas de los páramos,
planicies que reverberaban con una blancura espectral en aquella noche sin
luna. Conseguimos regresar mediada la madrugada sombría, ayudados por las linternas. Los sucesos del día
parecían entonces recuerdos lejanos, como intensas aventuras leídas en un
cuento de descubridores. Una vez a salvo, agotados, fuimos conscientes de la
experiencia que habíamos vivido, del intangible privilegio de haber podido
conocer unos parajes tan valiosos salvados del hombre, lugares sumidos en un
anonimato y una soledad que durante siglos han sido su principal salvaguarda, más
ahora en estos turistas tiempos obtusos. Además de la indeleble fascinación en que nadábamos
perplejos, estuvimos de acuerdo en que compartíamos en el fondo de nuestros
corazones una profunda desazón por la fragilidad de esos montes: por la
misteriosa maravilla del azar que ha logrado mantenerlos vírgenes hasta
nuestros días.