La profunda canal ascendía directa hasta el borde superior
del gigantesco tazón del circo glaciar. Mirando hacia delante, la extrema
verticalidad del paraje, flanqueado de riscos enormes, lo hacía parecer
imposible de superar; volviendo la vista atrás, la laguna al fondo de aquella
hoya inconmensurable se antojaba algo diminuto y remoto. Las grandes rocas de
filos cortantes que tapizaban el fondo de la canal fueron disminuyendo en tamaño
hasta llegar cerca de una lóbrega portilla ya a más de dos mil quinientos
metros de altura. En aquel estrecho paso justo al pie de la cima de la montaña,
estaba sentado un montañero catalán, bien abrigado con un grueso forro polar. Aun
siendo un día de agosto marcado por una ola de calor africano, allá arriba hacía
frío cuando soplaba el viento. “¿Sabes por dónde es?”, me preguntó en
evidente referencia a cómo llegar a la cumbre. Tal vez esperaba que hubiera un
camino tendido hasta arriba, pero aquella cima era un brutal pináculo de roca
que parecía haber brotado súbitamente de la tierra, ajena a las facilidades de
los hombres. Los cincuenta metros que quedaban hasta el cénit había que
treparlos con pies y manos buscando el acceso. No tenía conocimiento alguno de
escalada, más allá de los rudimentos improvisados para sacarme las castañas del
fuego en otras montañas, unas montañas muy diferentes a aquéllas. “Voy a probar por ahí”,
le dije al montañero mientras él lo intentaba por otra vía. “Cullons”,
resonaba por la montaña cuando tuvo que darse la vuelta.
La montaña despierta
Unas cinco horas antes de llegar a aquella cima, a las
siete, las montañas despertaban entre sueños. Los riscos y peñas que crecían
por delante de la zona central del macizo se antojaban fríos, metálicos,
ominosos antes de que saliera el sol. Poco a poco la luz del amanecer iba
pintando de suaves tonos rosáceos las colinas y los amarillentos pastos de
montaña, resecos. No había senderistas ni montañeros por allí a esas horas. Era
un alba plácida: únicamente se escuchaba el revoloteo del acentor alpino y el
relincho de los caballos que vagaban libres por las alturas. La atmósfera tenía
ese encanto incomparable, irrepetible, de los amaneceres naturales. Entre los
piornos asomaban las retorcidas cornamentas de las cabras hispánicas, que
dejaban de pastar para observar al caminante solitario que se perdía entre los
collados.
El buen camino que seguía ascendía de forma áspera a través
de las peñas y piornales. El agua surgía fresca y mineral de un par de fuentes
que había en la senda. Cualquiera hubiera pensado que el estío las habría secado,
pero la montaña sigue otros ciclos. Bebí el agua recién salida de la tierra contemplando
la impresionante visión de la pared frontal y de la base del circo glaciar, de
las cuales emergía un interminable y encajonado valle. Más allá de los
murallones de la garganta, había otros circos, hoyas, picos y valles
suspendidos. Era un entorno rocoso brutal, esculpido por el hielo durante la Glaciación Cuaternaria.
El paisaje era el de un macizo montañoso de faz desgastada y vieja, víctima de
la lenta pero implacable acción destructoria del hielo.
Algunas cumbres aparecían
redondeadas o arrasadas, fragmentadas o desmigadas, mientras otras se dibujaban
panzudas y globosas. Las gargantas bajaban formando violentos y prolongados valles. Contemplando aquello desde otra perspectiva, recordaba los tendidos
pero agotadores ascensos a través de algunas de esas gargantas durante los
meses pasados, cuando en algunas ocasiones las condiciones climatológicas de
aquel Macizo, siempre cambiantes, me obligaron a dar la vuelta más de una vez
haciendo fracasar mis primeras expediciones en solitario a estas sierras desafiantes.
Pero aquel día me encaminaba a admirar desde el cénit de su glaciarismo aquel zócalo
granítico cincelado por los hielos. Iba a ascender al más alto horn, al cuerno
glacial que se levantaba desafiante por encima de todo y de todos.
Tal vez lo más impresionante de estos parajes sea cómo cambian radicalmente de aspecto según la
estación. Es sin duda entre el invierno y el verano, en mayo, junio o
noviembre, cuando los restos de nieve blanca parchean intermitentemente las
montañas y las rocas se ven negras y aceradas por la humedad, la época en que
este lugar destila su más arrebatadora belleza. En contraste con el espeso
manto de nieve dura que lo cubre todo durante el invierno, en verano los
cuchillares se muestran como el afilado y desmesurado caos de roca que son
realmente, azotados por el calor, dando a las montañas un aspecto de desierto
extrasolar acentuado por el verde amarillento de los líquenes que resaltan bajo
la luz estival.
A los pies del pico, a pocos metros de la orilla de una
portentosa y oscura nava glaciar, llegué a un bien equipado refugio de montaña.
En las siempreverdes praderas de alrededor pastaban algunos caballos,
presumiblemente los usados para llevar hasta allí provisiones y bombonas de
gas. Había un perro lanudo en la puerta que aceptó las que sin duda eran las
primeras caricias que recibía ese día tan temprano. Entré en el edificio, una
magnífica obra de arquitectura de montaña. La planta baja era una agradable
estancia de madera barnizada, con largas mesas e incómodos bancos. Las paredes
estaban salpicadas de motivos montañeros: fotos de cabra montés, panorámicas
del Himalaya, Gredos o los Andes, raquetas de nieve, cuerdas, crampones y
cascos. Todo tenía un atractivo aspecto aventurero, que se evaporaba al ver
alguna lámina publicitaria de empresas de guías de montaña, algo que
irremediablemente mataba ese espíritu: sin duda, un lugar no se puede explorar de verdad cuando existe una agencia que te puede llevar por él de la mano. Me
acerqué al ventanuco que daba a la cocina, donde se estaba friendo algo de
desayuno, y pedí un café con leche. Mientras lo tomaba disfruté de la
tranquilidad de la recoleta estancia, a su manera tan agradable como las propias
montañas. Al rato bajó de la planta superior un matrimonio mayor que preguntó
al guarda el camino para subir a la montaña, la misma a la que pensaba trepar
yo. Apuré aprisa el café y salí al exterior.
Un pico de leyenda
Muchas montañas están rodeadas de mitos, leyendas y
habladurías surgidas de la fantasía o basadas en auténticos acontecimientos
históricos. Aquella no era una excepción; además de las supersticiones locales,
que siempre la han considerado origen de tormentas feroces, el nombre de la
montaña se remontaba a la lejana época de la Reconquista. Pensaba
en los sucesos épicos que le dieron nombre mientras comenzaba a ascender los
lanchares pulidos por el hielo que subían por detrás del refugio. A pocos
metros del edificio observé a un par de montañeros dormidos dentro de sus sacos;
no pude evitar una amplia sonrisa de satisfacción al ver junto a su vivac un
mapa extendido, sujeto por cuatro piedras, con una brújula abierta en su
centro. Parece que todavía quedan verdaderos amantes de la Naturaleza , seguidores
de los métodos tradicionales, que prefieren dedicar tiempo a orientarse con un
mapa antes que seguir como autómatas los dictados mecanizados de un GPS o una
guía. Era una buena señal. El sol había terminado de salir. Más adelante estaba
solo, se extendía ya una gran hoya secundaria, suspendida, última concesión a
la horizontalidad antes de que la falda de la montaña despegara hacia lo alto,
sólo atacable por los embudos rocosos de las canales. La visión era
inolvidable, uno de esos espectáculos que hacen parecer mínimas las obras de los
hombres.
El trabajoso ascenso por la canal llevaba un par de horas. En
un agosto sahariano como aquel todavía quedaban regueros de agua fresca hasta
los dos mil cuatrocientos metros de altitud. Al final de todo, a los verdaderos
pies del pico, estaba el angosto paso que formaba la portilla donde estaba
sentado aquel montañero catalán, que al final se conformó con la portilla y no
quiso trepar hasta la cima, ciento ochenta pies más arriba, pese a que me ofrecí
a bajar y retrepar con él. Tras alcanzar el reducido cénit, triangular como un
piramidión, la vista habría sido para recordar: deberían verse nítidamente
media España y Portugal, desde la Cordillera Cantábrica
hasta el Sistema Ibérico, desde Andalucía hasta la Mar Océana. Sin embargo,
en aquel día de calima la vista se reducía a apenas unos kilómetros,
insuficientes para ver más allá de ambas vertientes del Macizo, que ya de por sí
era un espectáculo sobrecogedor. El color amarillento, seco, terroso del
granito daba a las montañas un lúgubre aspecto tibetano, acentuado por la parda cortina
de la calima.
Una vez más, estaba solo. Soplaba un viento fuerte y frío, a la vez que el sol de agosto quemaba la piel y la calima secaba la garganta. Las piedras eran duras e incómodas. Pero no hubiera querido estar en ningún otro lugar. El montañero catalán que no
quiso arriesgarse a trepar hasta la cumbre debía permanecer abajo, en la
portilla, donde las vistas eran igualmente incomparables. Mirando abajo no se
veía rastro de aquel matrimonio que en el refugio preguntó cómo subir al pico. Podía
disfrutar de aquel momento de tranquilidad en una montaña única, que no es ni
mucho menos una montaña virgen. Pero aquel día casi lo era. Llegar a su cima había
supuesto un esfuerzo, pero como siempre el premio que da la Naturaleza era un regalo inmaterial de ninguna manera comparable a la artificialidad de las dádivas y sentimientos humanos: no era la satisfacción por
superar la dureza de la canal, ni el gozo de rebasar a cuerpo la trepada, ni el supuesto placer que algunos ven en derrotar un ente tan colosal. El
verdadero deleite era haber conocido y entendido casi en soledad, equipado sólo con humildad, unas montañas tan admirables.