miércoles, 22 de julio de 2020

Dámaso y Las Cabezadas

En un sencillo paseo de tarde de verano, caminé dos o tres horas por el pinar y al final llegué a Las Cabezadas. Visto en foto aérea, aparentemente no quedaban hoy del pueblo más que un par de ruinas dispersas, rodeadas de pinos e invadidas de maleza. Saliendo del camino rural, al fondo de un llano amarillo, la silueta desvencijada de la iglesia, a la que delataba el arco de medio punto, resistía silenciosa el abandono y el paso del tiempo. Con cierta apariencia venerable en su remota ruindad. Las pocas casas que quedan en pie en Las Cabezadas están cubiertas de oscuras hiedras que les dan un aspecto fantasmagórico, como de ruina tropical antigua y, de alguna manera, acentúan la desolación y la sensación de pérdida que comparten todos estos despoblados. Siempre me pregunto cómo viviría la gente aquí. No en qué trabajaban o cómo vestían, sino a qué dedicaban el tiempo libre. De qué hablaban cuando salían por la tarde a sentarse a la fresca. Cómo serían las relaciones personales en sociedades tan pequeñas e inmutables.

Las Cabezadas era un pueblín con dos barrios, el de arriba y el de abajo, separados por un prado. Lo de tener dos barrios queda muy grandilocuente, pero como tantas otras aldeas dispersas por las sierras castellanas, nunca tuvo mucha población; Madoz refiere que a mediados del XIX tenía treinta y tres vecinos que vivían del trigo y la cebada, de las cerezas, las perdices y los conejos, que iban a vender al mercado de Cogolludo. En 1967, el ICONA expropió las tierras, demolió las construcciones y repobló los campos con pinos. Parece que entonces sólo quedaban ya diecisiete almas. De su recuerdo, aparte de los muros desmoronados y la iglesia desguazada, no queda nada. Me encuentro un manzano y algún ciruelo. También una fuente seca, destrozada, que por los añadidos de ladrillo y cemento no sé si será una obra posterior.

Aquella tarde me acerqué a visitar Las Cabezadas por curiosidad. Tenía un tío no carnal que era de Las Cabezadas y que, en su día, nos contó un hecho luctuoso acaecido en ese pueblo, que tampoco es menester contar aquí. Aquella anécdota me sirvió de inspiración para Dámaso, uno de los personajes de mi novela La sierra distante. El personaje de Dámaso, sobre todo al final de la historia, está basado en aquello que me contaron de Las Cabezadas. Varios lectores me han comentado que lo que ocurre con él es demasiado sorpresivo, brusco, que no es realista, que no tiene lógica. Que cómo va alguien a hacer eso, que no entienden sus motivaciones. Se asombran mucho cuando les cuento que lo de Dámaso está basado en un hecho real que, además, ocurrió por las mismas causas. No es que la realidad supere a la ficción, es que en este perro mundo las miserias del hombre son bastante inspiración.

Vaya este breve artículo en recuerdo de los habitantes de Las Cabezadas. Y porqué no, también del buen Dámaso.