domingo, 14 de junio de 2020

Vuelta a las andadas

A las ganas de salir al campo, de viajar y de explorar, Richard Burton lo llamaba "la llamada del tintineo de la campanilla del camello". Una frase ciertamente evocadora, que nos lleva a pensar en viajes exóticos y emocionantes aventuras. Esa fuerza irreprimible que tira de ti, que te saca de lo que hoy se llama "zona de confort" y te hace apreciar lo que es la vida. Claro que Burton vivió en una época en que todavía quedaba mundo por descubrir y tuvo, para lo que le gustaba hacer, unas oportunidades privilegiadas y un ánimo incansable. A los naturalistas, camperos, montunos o montaraces de hoy en día nos basta, por lo general, con recorrer y bichear las sierras que tenemos cerca, y con algún que otro viaje a otros países y ecosistemas lejanos cuando nos lo podemos permitir. 


Después de meses sin libertad de circulación, esa llamada de la campanilla del camello ha sido especialmente intensa, con el trasfondo en una primavera robada que, para colmo, ha resultado ser particularmente lluviosa, fructífera y hermosa; nos hemos tenido que limitar a observar con fascinación la floración ornamental en los parques urbanos, el celo de las palomas y el vuelo de los gorriones, e incluso el brotar de cualquier hierbajo entre los adoquines. El silbido del invisible autillo del parque me ha sonado a aullido de lobo. Así, no pude evitar salir al campo como un miura en cuanto pude hacerlo. Con emoción y cierto cosquilleo en el estómago. Y, también como muchos otros, el hecho de no poder salir de la provincia me ha obligado a descubrir lugares y paisajes madrileños a los que tal vez nunca hubiera dado una oportunidad. 

Es difícil comparar con algo esa sensación de respirar el aire puro y frío de la montaña al amanecer, después de meses sin salir de la ciudad. Tal vez no todo el mundo lo entienda, pero seguro que el que está leyendo esto sí que lo hace. Pasados esos primeros días dedicados a recuperar el tiempo perdido -templar el ansia- y de quemar con delectación las suelas de las botas -he debido caminar más de ciento treinta kilómetros en cinco salidas de campo-, no puedo sino atesorar con mucho cariño estas jornadas por las sierras madrileñas en que, sencillamente, pude volver a ser yo, sacando del cajón las desgastadas ropas de campo y retomando eso que más amo en el mundo, que no es sino vagar por la Naturaleza, rellenar la cantimplora con el agua pura que mana de la misma tierra, comer bajo un árbol contemplando el paisaje.

Liturgia campestre

No sé si alguna vez he descrito aquí mi particular liturgia campestre. Acorde a la época del año y la hora de salida del sol, ya que me gusta empezar a caminar justo con el amanecer, madrugo cuanto sea necesario. Realizo un desayuno frugal y preparo café para el camino. Conduzco, apenas sin cruzarme con coches, la hora y media o dos horas que me suele llevar alcanzar el destino del día, mientras escucho en el coche algún podcast de historia o los sainetes políticos de los programas de radio matinales. Una vez en el punto de partida echo a andar junto a mi perro, normalmente sin seguir una ruta planificada más que someramente, para no regresar al coche hasta ya llegada la noche. Puedo hacer diez kilómetros o treinta y cinco, no me importa. No tengo prisa ni condicionamientos. Llevo en la mochila abundante comida, tanta como para detenerme a llenar el buche tres o cuatro veces. También llevo un libro y, cuando suben las temperaturas, una hamaca para echarme una cómoda siesta en medio de la nada. Por lo general salgo sin ningún objetivo concreto, sin querer salir de A para alcanzar B; sólo quiero conocer tal valle o cual monte, esa falda, ladera, montaña o serrezuela, ver animales y sencillamente perderme, vagar, derivar por el campo en silencio y soledad.

Madrid, sí o sí

Hay naturalistas, entre los que me incluyo, que tenemos cierta manía a las sierras madrileñas. Las imaginamos siempre llenas de gente, ciclistas, domingueros o senderos señalizados y, por tanto, poca tranquilidad. Pero realmente no es del todo así. Supongo que basta con evitar las zonas más turísticas para no apreciar apenas diferencias con algunos montes cercanos de Guadalajara o Segovia. Nunca haré la Cuerda Larga, no me bañaré por la Pedriza ni subiré a Peñalara, eso lo sé de antemano, pero sí conozco lugares en el norte de la provincia capitalina que merecen mucho la pena, y el desconfinamiento me ha hecho descubrir otros nuevos. Me ha hecho forjarme una frase propia cuanto pienso en esto: "nunca había visto tantos mostajos juntos". Y es cierto. Nunca he visto tantos mostajos juntos como en cierto paraje de Madrid. Y eso no es cualquier cosa.


No sé si era en parte debido al largo encierro, pero estos últimos días de mayo y primeros de junio, en que pude volver a salir al campo, me hicieron verlo particularmente hermoso. Hay gente que dice que la Naturaleza ha despertado debido a la ausencia de seres humanos en ella, pero yo creo que no es así, ya que ha sido un período de liberación demasiado corto. Lo que nos ocurre es que, a la explosión de una primavera benigna, nos acompaña la sugestión y la idealización. ¿Cuándo nos han parecido más hermosas las montañas amarillas cubiertas de piornos en flor? ¿Cuándo más sugerente la mirada del zorro? ¿Cuándo más exótico un macho de lagartija con la coloración del celo? ¿En qué ocasión hemos disfrutado más el simple caminar kilómetros y kilómetros por una pista forestal que normalmente nos parecería anodina?

Magia pura, belleza serena. Estos días disfruté, sobre todo, de caminatas interminables a través de grandes masas de Pinus sylvestris. Hay algo en los pinares albares que me retrotrae a mi infancia, cuando venía fascinado los documentales de la naturaleza norteamericana donde el escenario protagonista eran los bosque de coníferas. Estos bosques siempre me han parecido algo benigno: las coníferas me huelen a resina, a naturaleza y libertad. Más allá de los pinares, uno de esos días encontré de casualidad, después de caminar durante horas desde el amanecer, cierto paraje del que me habían hablado: una garganta tan gigantesca y desconocida que, según me dijeron, "nunca hubieras pesado que está en Madrid". Pasaron los años y nunca la visité. Y, casualmente, ahora me he dado de bruces con ella y pude reconocerla por la descripción que hace tiempo me habían hecho: un gigantesco embudo intransitable, tapizado de encinas y robles aventureros que no se sabe cómo pueden agarrarse a esas laderas, en realidad fieros canchales y desafiantes cresteríos de pizarra que bajan hasta el cauce profundo. Parecía una imagen primigenia. No pude evitar plantar la hamaca sobre semejante escena y descansar con esas insuperables vistas.

Hormigas

Hemos vivido una época complicada. A toro pasado, tengamos la opinión que tengamos sobre lo ocurrido, todos estamos de acuerdo en que el individuo no ha importado nada frente al grupo. Hemos experimentado una restricción de la libertad que a estas alturas no imaginábamos ya posible en nuestra sociedad. Tal vez porque lo cierto es que el hombre individual, sumido en la gran colmena que realmente formamos, no importa nada, no más que un grano de arena en una playa. Todo el mundo da mucha importancia a su existencia, pero no es más que una pieza minúscula, y prescindible, en una maquinaria inmensa, una simple hormiga obrera en un hormiguero descomunal. No es raro que el andar solo por la Naturaleza te mueva a reflexionar sobre estos temas. Por un lado, la grandeza de lo que te rodea te hace humilde y te hace sentir pequeño; pero por otro, te das cuenta de que no hay nada más importante que tu libertad como individuo. Después de años de escribir aquí, me voy dando cuenta de que ese es realmente el tema de fondo de esta página, y no el campo o los bichos. ¿No?