miércoles, 21 de noviembre de 2018

Robledales en otoño

Hace una semana, en una nublada y llovisquera jornada de otoño, me acerqué a la vertiente norte del Macizo de Ayllón para echar el día entre montes y vientos. En aquella zona siempre hace frío, siempre azota ese viento incómodo que nunca llegas a saber si es que baja de las montañas o sube desde la meseta. Además del habitual silencio sepulcral de la montaña ayllonense, me llevé a casa la belleza paisajística del otoño en forma de robledales, que aquel día encontré especialmente hermosos, "en su punto".

Tan comunes en nuestras sierras que casi pasan desapercibidos, las hojas lobuladas de los robles compiten sin reparos en belleza con las de las hayas. Porque no sólo de hayedos y castañares vive el otoño.

- Carriles forestales, silenciosos y quietos, que llevan a ninguna parte; atravesados a diario por el corzo y el jabalí, la garduña y el zorro, flanqueados por las diminutas setas que, vistas de cerca, siempre me hacen pensar en delicados mundos feéricos:




- Desde las zonas altas se tienen las mejores perspectivas. Las faldas del monte, que parecen lomos de animales que se hubieran echado a dormir, se tapizan de intensos rojos entre los robles jóvenes, las brecinas y los brezos, dando la imagen romántica de las tundras en otoño:


- También los fondos de los barrancos adquieren gran belleza. Allí, los alisos, álamos y sauces se unen a los robles, cada uno mostrando su característico fractal de colores cálidos:


- Después de comer, cuando la lluvia empezó a arreciar, me refugié bajo un roble. Mi perro se acurrucó entre mis piernas, sabedor campestre, pese a su juventud, de que hay que aprovechar cualquier descanso. Casi por sorpresa, reparé en la gran belleza que tenía aquel pequeño vallejo: el suelo de cuarcita y pizarra triturada era de un casi perfecto negro, azabache, zaíno, carbón, que teñía los charcos. Una de esas pequeñas sorpresas cromáticas que de vez en cuando te regala la Sierra:


- Al atravesar uno de los barrancos, me acerqué a la orilla para el perro bebiera del río. Yo no pude evitar agacharme también, recoger agua con las manos y beber el agua fría. Arriba no había vacas ni ovejas y el agua bajaba directa de la cumbre. El suelo allí estaba tapizado de una esponjosa alfombra de hojas de Populus tremula:


- Y al final, ya casi llegando de vuelta al coche después de la pateada circular a la montaña, el sol despuntando al fin entre las nubes, tímido, dando un poco de calor, como si animara a salir fugazmente al arcoíris. Y digo yo: ¿es que se puede ser más feliz que pasando el día entero caminando por el campo, en silencio y sin preocupaciones, sin deberes ni obligaciones, sin otros humanos? ¡No, no se puede!