domingo, 28 de enero de 2018

Las parameras heladas

A veces, tengo la sensación de que salir al campo en invierno por las zonas más remotas de la provincia de Guadalajara ya no es lo que era. De esas tierras me enamoró su eterna soledad, la mordida de sus fríos y el rugido de sus vientos; y también, porqué no decirlo, las dificultades que hasta hace pocos años presentaba el llegar a ellas, sobre todo en la carretera. Puede que la sensación de aventura me venga del recuerdo romántico, pero lo cierto es que hoy me resulta más fácil. Hoy, han reasfaltado o ampliado algunos viales, echan sal, pasan las quitanieves. Cuando empecé a viajar de noche para poder amanecer en esos montes, eso no ocurría, y con frecuencia tenía que darme la vuelta o conducir sobre dos palmos de nieve.

Un sábado de enero de este nuevo año, según atravesaba la sierra, observaba encantado como la nieve aumentaba a la vera de la carretera conforme iba ascendiendo. Conduje bordeando las montañas por su límite exterior y llegué hasta las frías parameras de la Sierra de Pela. En algunos puntos la nieve superaba el medio metro y se la veía apilada en las calles y muros de los pueblos silenciosos que iba dejando atrás. Conducía sin problemas, dado que la madrugadora máquina quitanieves debía haber pasado no mucho antes. Volví a pensar que hasta hace unos años aquello era impensable.

Al llegar al monte que quería explorar ese día, me llevé una agradable sorpresa. Estaba cubierto de niebla y había sido azotado por una tormenta de nieve hacía pocas horas. El manto blanco estaba impoluto, intocado, modelado por el viento como si de dunas se tratase. La nieve, tan fina y densa como una capa de arena, cubría todo el paisaje y pintaba de blanco los árboles. Me eché la mochila a la espalda y me adentré en aquel pasajero mundo onírico de nieve virgen.


 
La nieve engrandece, como pocas cosas, los paisajes. Las nubes bajas ensombrecían el horizonte y dotaban a aquel mundo nevado de una atmósfera aún más impresionante. El crujido de mis pisadas en la nieve me sonaba como el quebranto de un mundo secreto. Pude observar hasta cuatro zorros, demasiado rápidos para la cámara, además de liebres (especie críptica cuya abundancia sólo la puedes estimar cuando nieva), zorzales reales y los infaltables corzos. Disfruté como siempre del rastreo de huellas en la nieve (raposos, garduñas, ardillas, liebres, mirlos) pero no pude cortar las huellas del animal que había ido a buscar; la nieve debía haber tapado su rastro, o puede que no anduviera por allí. Sin embargo, lo más espectacular fue el vuelo imponente pero silencioso de un gran duque atravesando la columnata blanca de árboles. Los ojos naranjas brillaba en la blancura como carbones ardientes. También él fue demasiado rápido para mi objetivo.


 

Bosques de Pinus sylvestris totalmente cubierto de blanco. Parece que los pinares sobre caliza que existen en estos remotos parajes, pese a haber sido potenciados por el hombre, existían también de manera natural, en esta alta paramera elevada a más de 1300 metros sobre el nivel del mar. Multitud de árboles de toda edad y centenares de ramas aparecían quebradas por el peso de la nieve. Imágenes como éstas, que nos transportan tal vez a las regiones hiperbóreas, no son sino escenas cotidianas en las montañas de la vieja Iberia.



 
Mediado el día abandoné aquellas blancas parameras de paisajes tan impresionantes y me dispuse a explorar otras zonas más bajas, donde ya faltaría la nieve. Realmente estaba trabajando, si puede decirse así, no vagando por la naturaleza. A las dos de la tarde apenas había un grado bajo cero y brillaba el sol. Antes de abordar de nuevo las carreteras de montaña para ir a la nueva zona, me senté en el maletero abierto del coche, saqué el termo de la mochila y tomé un café caliente en mi taza verde.

Veía la carretera desierta, como siempre, transitada sólo por las cornejas. Las nubes se iban y el sol me calentaba la cara: sentía que me rejuvenecía. Por doquier se escuchaba el ruido sordo de la nieve cayendo de las ramas hacia el suelo. De cuando en cuando sonaba un estallido lejano, desde el bosque, que no era otra cosa que un árbol o una rama al romperse y quebrar bruscamente el silencio del invierno. Ese eco tan salvaje, los árboles rompiéndose por el peso del invierno. ¡Qué privilegio escucharlo! Pensé que aquel día no habría querido estar en ningún otro lugar.