Apenas habían corrido unos minutos desde las ocho de la mañana.
Las montañas estaban teñidas sólo de una luz tenue, violácea. El primer
arrebato invernal del final de otoño se encontraba en su punto álgido, y lo noté
nada más bajar del coche. La atmósfera fuera era de tundra helada, de bosque
siberiano, helado y mudo. Flotaba en el ambiente una especie de presencia
translúcida, que debía ser el color del frío. Y todo estaba congelado, cubierto
de una película de escarcha: la mala carretera, el puente, las plantas y las
rocas dibujaban un paisaje gélido de laderas azules que rodeaban al río blanco.
En aquel alto el termómetro marcaba doce grados bajo cero, temperatura a la que
ya se hiela la propia humedad ambiental. Al adentrarme en la Naturaleza comencé a
caminar paralelo al río. Allí no había caminos, ni antiguos, ni por suerte
modernos. Tan sólo las trochas de los animales. Durante los breves ratos en que
me quitaba los guantes, los nudillos se irritaban y los dedos se entumecían
enseguida, tardando poco en tener dificultades para unir el meñique con el
pulgar. Los doce grados bajo cero que había en el collado donde comencé el
camino quedaron rápidamente lejos. En los fondos de valle el aire frío se
acumula durante la noche e iba a tardar en salir.
La pendiente de la ladera era todo un lienzo de taiga. Hacia
arriba había un robledal de árboles callados, y hacía bajo estaba el río
helado. Entre medias quedaba un espacio de rocas cristalizadas, rosales esqueléticos
y junqueras muertas. Apenas a la hora de andar tenía toda la chaqueta cubierta
del hielo en polvo que se desprendía de la vegetación. El silencio era
absoluto, excepto el rumor de las aguas ribereñas que en algunos puntos habían
logrado impedir la congelación completa del río. Se escuchaba también una
especie de zumbido atmosférico. Me pregunté, como siempre durante los inviernos
en el campo, si ese zumbido telúrico es en realidad el sonido del frío. Un frío
que parecía ir cada vez a más. Lo supe cuando comenzaron a molestarme los ojos.
Al principio pensé que había dormido poco, o que tal vez llevaba el gorro
demasiado calado, pero no era nada de eso. Al ver mi reflejo en la pantalla de
la cámara, observé que simplemente tenía ya las pestañas totalmente congeladas,
cubiertas de piedrecitas de hielo. Hacía más frío de lo que parecía.
Río abajo las orillas se volvieron más anchas y despejadas,
salpicadas de sauces, temblones y abedules. A ambos lados quedaban viejos
muros, señal de que aquello había sido aprovechado antaño para el
aprovechamiento silvícola o agrario. Hoy sólo era Naturaleza que recuperaba su
espacio. No había en cambio resto alguno de cabañas de piedra en aquel fondo de
valle, pues los viejos pastores conocían demasiado bien la naturaleza como para
buscar cobijo allí donde también lo hace el frío. El bosque de abedules y
fresnos circundaba el río, protegiéndolo en galería, aun estando ya todos
deshojados desde hacía semanas. De entre toda la vida que el frío polar parecía
mantener en suspenso, sobresalía un abedul, bajo y de cuerpo rocoso, hercúleo,
de crecimiento tan recio y extraño que había perdido el color blanco característico
de su corteza y, maravillosamente, la tenía toda gris y rugosa, como de roble. Pero
entre algunos de los pliegues de su piel quedaba aún algún retazo blanco, lo
que desnudaba su verdadera identidad. Reconocí también las características
hojas en forma de corazón serrado esparcidas por el suelo. Debía ser el guardián
del río, pues no había por allí sauce, roble, pino ni abedul de semejante
presencia antigua. Aquel viejo venerable, árbol de apariencia común, escondía como
todo en el campo su propio secreto.
Pasaron más de tres horas hasta que pude alcanzar una zona
accesible donde ya daba el sol. Alrededor todo eran colinas y árboles que se
superponían unos a otros, sin señal humana reciente. Subí a la solana, acumulé
unas pocas hojas caídas para aislarme del suelo y me quité los guantes durante
un rato para poder preparar un té caliente. Los dedos ya no se entumecían como antes. Recordé los relatos de Jack London sobre Alaska, donde los aventureros medían el peligro del frío por el entumecimiento de los dedos. Bebí el té humeante en el vaso metálico de la
cantimplora, aún aterido, sintiendo la transmisión de calor de la bebida por
todo el cuerpo. Observé la vegetación a mi alrededor. Las jaras tenían sus
hojas perennes encogidas y escarchadas, los tomillos eran poco más que
fractales de hielo, y las hojas lobuladas de los robles, secas desde hacía
semanas, estaban pintadas de cristal. Descubrí en una hondonada abrigada un
bosque de grandes robles, colosos cuyas ramas eran mayores que la mayoría de
los troncos de alrededor. Mientras caminaba entre ellos en silencio pasó
trotando un macareno, un gran macho de jabalí solitario de colmillos
desafiantes y crestas negras. Aceleró imperceptiblemente el paso al verme de
reojo allí parado. Parecimos dos vecinos que no se hablaran y se encontraran en
el portal.
El paisaje de jaras, robles, enebros y escobas tan característico
de las montañas ibéricas convertía el caminar en un paseo por tu propio jardín.
Ni siquiera aquel frío polar acumulado en los fondos de valle lograba apagar el
aroma mediterráneo de las plantas, de la ribera, de la tierra. Era la primera
vez que visitaba aquel lugar cargado de silencio, pero encontraba en él la
misma familiaridad y pertenencia que en muchos otros parajes. En montes como
aquellos, con sus robles y sus jaras, con sus arroyos, había redescubierto la Naturaleza después de
muchos años; desde entonces han sido muchos los días y las noches hollando las
bravas sierras y páramos de nuestra piel de toro. O de lobo. Muchos los picos,
ríos, valles, bosques y animales cruzados en el camino. Recordé Por tierras de Portugal y España, donde Unamuno decía que: “No ha
sido en los libros […] donde he
aprendido a querer a mi patria: ha sido recorriéndola, ha sido visitando
devotamente sus rincones”.
Pensaba en ello durante la tarde, cuando el sol comenzó
a bajar. Ya no hacía tanto frío. Me senté de nuevo sobre un tronco caído y
dirigí la mirada al final del valle. Lo cerraba un picacho espigado, menor de
dos mil metros pero muy conspicuo. El día antes había planeado, sobre el mapa,
subir hasta él por una cresta desde el mismo río y regresar a la carretera por
la otra vertiente. Pero la conexión que sentía con la paz natural, con la
natural paz del entorno del río, me hizo querer dejar a la montaña tranquila. No
había porqué derrotarla. Era incapaz de generar ningún interés por dejar debajo
de mis botas todo aquello. Sólo las inquietudes inmediatas del hombre de hoy me
habrían llevado a querer reducir toda aquella Naturaleza, todo aquel día de
campo, a una simple ascensión, una ínfima cima. La inquietud del corazón, la única
que soy capaz de llevar al monte, me hizo quedarme en el valle. En los bosques
y las colinas. Pues eran el corazón de las montañas. Y en él quería estar.