domingo, 22 de diciembre de 2013

Un frío corazón

Apenas habían corrido unos minutos desde las ocho de la mañana. Las montañas estaban teñidas sólo de una luz tenue, violácea. El primer arrebato invernal del final de otoño se encontraba en su punto álgido, y lo noté nada más bajar del coche. La atmósfera fuera era de tundra helada, de bosque siberiano, helado y mudo. Flotaba en el ambiente una especie de presencia translúcida, que debía ser el color del frío. Y todo estaba congelado, cubierto de una película de escarcha: la mala carretera, el puente, las plantas y las rocas dibujaban un paisaje gélido de laderas azules que rodeaban al río blanco. En aquel alto el termómetro marcaba doce grados bajo cero, temperatura a la que ya se hiela la propia humedad ambiental. Al adentrarme en la Naturaleza comencé a caminar paralelo al río. Allí no había caminos, ni antiguos, ni por suerte modernos. Tan sólo las trochas de los animales. Durante los breves ratos en que me quitaba los guantes, los nudillos se irritaban y los dedos se entumecían enseguida, tardando poco en tener dificultades para unir el meñique con el pulgar. Los doce grados bajo cero que había en el collado donde comencé el camino quedaron rápidamente lejos. En los fondos de valle el aire frío se acumula durante la noche e iba a tardar en salir.

La pendiente de la ladera era todo un lienzo de taiga. Hacia arriba había un robledal de árboles callados, y hacía bajo estaba el río helado. Entre medias quedaba un espacio de rocas cristalizadas, rosales esqueléticos y junqueras muertas. Apenas a la hora de andar tenía toda la chaqueta cubierta del hielo en polvo que se desprendía de la vegetación. El silencio era absoluto, excepto el rumor de las aguas ribereñas que en algunos puntos habían logrado impedir la congelación completa del río. Se escuchaba también una especie de zumbido atmosférico. Me pregunté, como siempre durante los inviernos en el campo, si ese zumbido telúrico es en realidad el sonido del frío. Un frío que parecía ir cada vez a más. Lo supe cuando comenzaron a molestarme los ojos. Al principio pensé que había dormido poco, o que tal vez llevaba el gorro demasiado calado, pero no era nada de eso. Al ver mi reflejo en la pantalla de la cámara, observé que simplemente tenía ya las pestañas totalmente congeladas, cubiertas de piedrecitas de hielo. Hacía más frío de lo que parecía.



Río abajo las orillas se volvieron más anchas y despejadas, salpicadas de sauces, temblones y abedules. A ambos lados quedaban viejos muros, señal de que aquello había sido aprovechado antaño para el aprovechamiento silvícola o agrario. Hoy sólo era Naturaleza que recuperaba su espacio. No había en cambio resto alguno de cabañas de piedra en aquel fondo de valle, pues los viejos pastores conocían demasiado bien la naturaleza como para buscar cobijo allí donde también lo hace el frío. El bosque de abedules y fresnos circundaba el río, protegiéndolo en galería, aun estando ya todos deshojados desde hacía semanas. De entre toda la vida que el frío polar parecía mantener en suspenso, sobresalía un abedul, bajo y de cuerpo rocoso, hercúleo, de crecimiento tan recio y extraño que había perdido el color blanco característico de su corteza y, maravillosamente, la tenía toda gris y rugosa, como de roble. Pero entre algunos de los pliegues de su piel quedaba aún algún retazo blanco, lo que desnudaba su verdadera identidad. Reconocí también las características hojas en forma de corazón serrado esparcidas por el suelo. Debía ser el guardián del río, pues no había por allí sauce, roble, pino ni abedul de semejante presencia antigua. Aquel viejo venerable, árbol de apariencia común, escondía como todo en el campo su propio secreto.

Pasaron más de tres horas hasta que pude alcanzar una zona accesible donde ya daba el sol. Alrededor todo eran colinas y árboles que se superponían unos a otros, sin señal humana reciente. Subí a la solana, acumulé unas pocas hojas caídas para aislarme del suelo y me quité los guantes durante un rato para poder preparar un té caliente. Los dedos ya no se entumecían como antes. Recordé los relatos de Jack London sobre Alaska, donde los aventureros medían el peligro del frío por el entumecimiento de los dedos. Bebí el té humeante en el vaso metálico de la cantimplora, aún aterido, sintiendo la transmisión de calor de la bebida por todo el cuerpo. Observé la vegetación a mi alrededor. Las jaras tenían sus hojas perennes encogidas y escarchadas, los tomillos eran poco más que fractales de hielo, y las hojas lobuladas de los robles, secas desde hacía semanas, estaban pintadas de cristal. Descubrí en una hondonada abrigada un bosque de grandes robles, colosos cuyas ramas eran mayores que la mayoría de los troncos de alrededor. Mientras caminaba entre ellos en silencio pasó trotando un macareno, un gran macho de jabalí solitario de colmillos desafiantes y crestas negras. Aceleró imperceptiblemente el paso al verme de reojo allí parado. Parecimos dos vecinos que no se hablaran y se encontraran en el portal.



El paisaje de jaras, robles, enebros y escobas tan característico de las montañas ibéricas convertía el caminar en un paseo por tu propio jardín. Ni siquiera aquel frío polar acumulado en los fondos de valle lograba apagar el aroma mediterráneo de las plantas, de la ribera, de la tierra. Era la primera vez que visitaba aquel lugar cargado de silencio, pero encontraba en él la misma familiaridad y pertenencia que en muchos otros parajes. En montes como aquellos, con sus robles y sus jaras, con sus arroyos, había redescubierto la Naturaleza después de muchos años; desde entonces han sido muchos los días y las noches hollando las bravas sierras y páramos de nuestra piel de toro. O de lobo. Muchos los picos, ríos, valles, bosques y animales cruzados en el camino. Recordé Por tierras de Portugal y España, donde Unamuno decía que: “No ha sido en los libros […] donde he aprendido a querer a mi patria: ha sido recorriéndola, ha sido visitando devotamente sus rincones”.

Pensaba en ello durante la tarde, cuando el sol comenzó a bajar. Ya no hacía tanto frío. Me senté de nuevo sobre un tronco caído y dirigí la mirada al final del valle. Lo cerraba un picacho espigado, menor de dos mil metros pero muy conspicuo. El día antes había planeado, sobre el mapa, subir hasta él por una cresta desde el mismo río y regresar a la carretera por la otra vertiente. Pero la conexión que sentía con la paz natural, con la natural paz del entorno del río, me hizo querer dejar a la montaña tranquila. No había porqué derrotarla. Era incapaz de generar ningún interés por dejar debajo de mis botas todo aquello. Sólo las inquietudes inmediatas del hombre de hoy me habrían llevado a querer reducir toda aquella Naturaleza, todo aquel día de campo, a una simple ascensión, una ínfima cima. La inquietud del corazón, la única que soy capaz de llevar al monte, me hizo quedarme en el valle. En los bosques y las colinas. Pues eran el corazón de las montañas. Y en él quería estar.