Transcurrieron algo más de nueve meses desde mi última
visita a la Sierra
de Gredos. Meses, la mayoría de ellos, en que ese brutal macizo clavado en el
corazón de la vieja piel de toro había estado cubierto de nieve. Tras un largo
invierno de fuertes nevadas, que con el deshielo han nutrido abundantemente la
tierra, cuando regresé a Gredos ya entrado julio todavía se veían abundantes
neveros en cumbres y zonas sombreadas. La nieve, o sus retazos, siempre dotan de
grandiosidad y romanticismo a los paisajes. Y cuando esta gran sierra está manchada aquí y allá con algo de blanco, que brilla con luz propia entre la oscura
litología, es tal vez el momento en que muestra su cara más hermosa. Cuando pierde
las grandes superficies blancas pero conserva pequeños neveros, casi parece que
la montaña invite a recorrerla, que quiere acogernos en su seno.
Gredos siempre ha sido destino de montañeros, escaladores,
cazadores, exploradores y viajeros, deseosos todos ellos, si bien con motivos e
inquietudes diferentes, de tomar el pulso a lo que la fiera montaña puede
ofrecer. Motivos e inquietudes naturales antaño nobles que en nuestra época van degenerando lamentablemente hacia lo superficial y deportivo, degradando parajes de maravilla
como la Laguna Grande.
Aun así, siempre quedarán lugares secretos para naturalistas alcanforados, y la
montaña gredense es tan enorme que parece sacudirse a sus modernos visitantes
como un coloso se apartaría las moscas. Y es que los ciento cincuenta kilómetros
de sucesivos bloques elevados y hundidos, de picos y gargantas que conforman
Gredos, han logrado llegar hasta nuestros días como increíble refugio ecológico:
desde su abundante fauna hasta sus reliquias botánicas, pasando por la muestra
más clara y evidente de grandeza natural, las montañas.
Montañas que son hermanas, en su origen, tanto de nuestras
Cantábrica, Bética y Pirenaica como de los Alpes, el Himalaya o las Rocosas. Aquel
origen habría de buscarse en la era Cenozoica, cuarenta largos millones de años
atrás en el tiempo, donde la orogenia alpina hizo que Gredos dejara de ser una
alta penillanura para convertirse en un macizo de apariencia tosca, arrasada y
bravía, de cimas tanto piramidales y aguzadas como panzudas y globosas. Cimas y
valles labrados más tarde por los hielos, por las glaciaciones cuaternarias que
han terminado por darle su aspecto actual, una más de todas las etapas por las
que ha pasado y que a nosotros, niños a su lado, nos parece la simple eternidad.
El día que regresé a Gredos después de tantos meses escogí
una ascensión inicial sencilla desde la cual, una vez reposara, se abrían
multitud de opciones para seguir explorando a mi antojo la catedralicia
apostura del macizo. Aproveché el largo día veraniego desde el estricto y
fresco amanecer hasta la noche para conocer, para retener en la memoria,
multitud de escenas características de esta ibérica sierra alpina. Vi salir el
sol sobre el perfil negro de las montañas, conocí navas y lagunas, caminé por
amplísimos prados de céspedes ralos de apariencia ártica, tuve frío y calor,
avancé por pedreras descompuestas que recordaban un paisaje lunar, tropecé por
mares de chanchos afilados, aproveché caminos antiguos tallados en la misma
roca desnuda, remonté gargantas y trepé por altos picos.
¿Pero qué parajes fueron aquéllos? ¿Qué lugares visité
aquel día de mi regreso a Gredos, qué montañas dentro de su laberíntica
inmensidad? ¿Fueron el Almanzor, el Casquerazo, el Gran Galayo, la Tarayuela , la Galana , el Morezón? ¿O tal
vez La Mira , la Chilla , la Plaza de Toros, la Azagaya , el Cancho? ¡Acaso
importa! ¿Qué gargantas glaciares ascendí? ¡Hay tantas! ¿Y en qué navas, lagunas y
manantiales me refresqué y rellené las cantimploras? ¡Son incontables! A veces
llego a preguntarme si el azar hace que las cabras hispánicas que encuentro por
los montes de Gredos son las mismas que he conocido en visitas anteriores, si
me recordarán, o si me considerarán un individuo más que anda sin destino por
los mismos peñascales que ellas. Me observan con curiosidad al pasar, y pese al
gran acercamiento que permiten, no pierden su ancestral cautela ante el hombre
solitario. Siempre permanecen atentas aun cuando, tumbadas en algún peñasco
inalcanzable, parecen disfrutar en la contemplación de los grandes espacios,
encontrando un placer casi humano en las magníficas vistas que su primitivo
hogar les ofrece.
Imágenes:
Las hoyas glaciares, grandes superficies de acumulación de los antiguos hielos, son fácilmente reconocibles al cerrar el nacimiento de las gargantas, albergar lagunas y encontrarse rodeadas de altivos horns y cuchillares.
Mares de piornos en flor conforman casi la única cobertura vegetal en las zonas altas, ya en los pisos oro y crioromediterráneo, cubriendo amplias superficies. Zorros, cabras monteses, negras avileñas, acentores, colirrojos, lagartijas y víboras deambulan sin descanso entre estos mares verdiamarillos, abrigo de la vida alpina.
Grupo de hembras y crías de cabra montés. Mientras los machos suelen mantener las distancias, las hembras tienden a acercarse más a los humanos. En la zona del Circo, y sobre todo en lo peor del verano, algunas llegan a demandar comida con gestos, ademanes y miradas suplicantes en nada diferentes a las de un perro hambriento. Una actitud del todo lamentable en un animal salvaje que ha perdido el miedo al hombre, consecuencia de los montañeros irresponsables y domingueros festivos que, en lo que debe ser la aventura de su vida, les ofrecen comida.
Estrechos valles, canales y gargantas rodean al Macizo Central. Durante la mayor parte del año reciben pocas horas de insolación y suelen encontrarse sumergidos en la sombra, lo que ha motivado que la sierra esté salpicada de topónimos antiguos redundantes en la lobreguez, la oscuridad, la negrura, el peligro o la malignidad.
Cualquiera podría dedicar horas a describir los inspiradores paisajes gredenses, a cantar entre exclamaciones, como haría Unamuno, su grandeza. Sin embargo, si hay una imagen que puede ahorrar todas las palabras, esa no es otra que la silueta siempre bravía de los machos de cabra hispánica.