jueves, 31 de mayo de 2012

Elola


Era lunes de Pentecostés y temía que las ventas de carretera de Gredos estuvieran cerradas. Quería comer un buen chuletón antes de comenzar mi expedición alpina. La Venta del Obispo estaba cerrada a cal y canto, pero encontré abierta la Rasquilla. Había un par de camiones y varios coches aparcados por la explanada tras el local. Esperé en la puerta del comedor hasta que un viejo camarero demasiado ajetreado se dirigió a mí interrogando con las cejas en su directo estilo castellano. “Uno”, dije, y señaló una mesa vacía. Los comensales de las otras mesas había llegado allí en familia, en grupo de obreros o en parejas adultas. Me miraron como siempre se mira a alguien que viaja solo. Encargué mi chuletón, que vino con su pan de hogaza y sus patatas fritas.

Cuando entré en la venta el cielo estaba despejado y brillante. Al salir después de comer se encontraba cubierto de nubes y soplaba un viento frío. Serían las cuatro de la tarde y, como otras veces en Gredos, las condiciones meteorológicas se antojaban caprichosas. Reparé en que había olvidado incluir en la mochila alguna prenda de manga larga, engañado por las predicciones que en todos los medios anunciaban subida de temperaturas y precipitaciones que “No se esperan”. No tuve más remedio que conducir hasta el pueblo de Navarredonda y una vez allí esperar hasta las cinco a que abrieran la guarnicionería donde a precio de oro conseguí un forro polar.

Poco después alcancé mi punto de partida y comencé a andar. Estaba en Gredos, en camino hacia un chozo en el que iba a hacer noche para llegar al día siguiente hasta el circo glaciar. Serían unos diecisiete kilómetros de ida, sin sendas, y otros tantos de vuelta. Al poco, encontré junto a una majada de cabras a un montañero canoso acompañado de un pastor alemán. Me comentó que había estado dando un paseo por las zonas bajas. Hablamos de circos, gargantas, nieves y lluvias. “Buena tirada te queda”, dijo cuando nos despedimos. Me quedaban tres horas de camino por delante antes de llegar a la cabaña de piedra donde quería pernoctar. Mientras atravesaba los robledales que aún crecían en las pedreras junto al río comenzó el diluvio, una lluvia de primavera densa y pegajosa que caía en goterones que golpeaban como chinazos. Había algún macho montés ya tan abajo, resguardado bajo los árboles, mirándome entre el bosque donde sus largas cuernas retorcidas se confundían con las ramas. Seguía tronando. Aguardé a que pasara la tormenta bajo un saliente de roca.

Serían las ocho y media de la tarde cuando arribé a mi refugio. Era una vieja choza de pastores reacondicionada hace ya varios años, construida de forma rústica en piedra y cemento con tejado de madera y tejas. Estaba escondida entre un denso mar de altos piornos que cubrían las lomas desnudas de árboles. El interior encalado olía a casa de pueblo, a hollín y a piedra húmeda. Las comodidades se limitaban a hogar, candil, un paquete de sal, ventana corrediza, palos hincados en las paredes donde colgar las botas y dos tarimas de madera en las que dormir aislado del suelo. Me llevó poco tiempo desempacar y preparar madera que pude encontrar entre los abundantes piornos muertos para disponerme al fin a cenar sentado en una roca frente al fuego de la chimenea. Nada sabe mejor que unas rebanadas de pan doradas a la lumbre acompañadas de queso fundido y tostado también en las propias llamas.

Durante mi cena junto al fuego la noche comenzó su recorrido. Caía sobre Gredos una oscuridad leve y grisácea, que cubría poco a poco el manto de piornos y berrocales glaciares. Salí al exterior y miré las altas cimas que despedían el día. El mundo se dividió entonces entre el rosado azul del cielo del atardecer, las doradas cumbres moteadas de nieve y el opaco verde del fondo del valle. Cantaban los últimos pájaros. Me gustaba ver cómo salía una leve cinta de humo de la chimenea de mi casita de piedra. Parecía el mundo de un pastor primitivo. Aquel lugar no era el más alto, ni el más bello, ni el más salvaje de Gredos, pero despidiendo el día allí totalmente solo experimenté una profunda intimidad con su naturaleza. Supe que nadie que no haya pasado largos días solo en la soledad silvestre, viendo sucederse atardeceres, noches y amaneceres aislado de todo, puede aspirar siquiera a encontrarse a sí mismo.


Miraba a lo lejos la altiva cumbre del Cabeza Nevada, que ya perdía el dorado. El sol moría. Llegaron los fríos aromas de la noche. Es difícil explicar porqué, pero aquel paraje logró llegar hasta ese cajón de sastre que todos albergamos en nuestro corazón, donde guardamos desordenados los recuerdos de todo aquello de lo que nos sentimos orgullos y también aquello de lo que nos arrepentimos. No pude reprimir una lágrima viendo desaparecer el último rayo de luz.

El circo glaciar

A las siete me despertó el repetitivo canto de un cuco. Entraba luz por el ventanuco del refugio. Unas horas antes, en plena noche, los mirlos ya había comenzado su recital. No hay nada como amanecer en la montaña. Reavivé un poco el fuego y volví a preparar pan tostado y queso derretido para desayunar. Mientras comía, el olor del café que se calentaba en mi vaso de metal puesto sobre las brasas inundaba la estancia. Recogí las botas y los pantalones que había dejado colgado de los palos clavados en las paredes interiores de la barraca y salí afuera, con la taza de café humeante, a ver el nuevo día. Todo parecía rejuvenecido y también primario, luminoso y natural.

Rehice el fardo, apagué bien los rescoldos con agua y siguiendo la ley no escrita de solidaridad para los chozos de alta montaña, repuse velas, yesca y madera. Dejé atrás aquella rústica construcción de piedra que fue mi hogar durante una noche y emprendí el camino que tras varias horas iba a llevarme al cogollo del Macizo Central de Gredos. De las cuerdas montanas que escoltaban el valle glaciar por el que caminaba caían regatos y cascadas de desagüe de las lagunas cimeras. Había agua por todas partes. A lo lejos, entre las curvas de las gargantas y los gigantescos bloques graníticos alcanzaba de cuando en cuando a distinguir los negros picachos que circundaban el alto circo glaciar. Aquel prolongado valle que recorría tenía cierto aspecto himalayo, ese aura de aventurera vía de aproximación a las cumbres ignotas que se ve en todos los documentales de montañismo.


Antes de llegar a la zona alta abundaban todavía amplias praderas de verde intenso. El agua del deshielo las convertía en peligrosos tremedales repletos de agujeros, arroyos ocultos y barrizales que succionaban las botas. Alrededor de estos lodazales verdes todavía crecían piornos entre los que correteaban los hermosos lagartos verdinegros. Los machos presentaban su característica cabeza azul propia del celo. Observé varios ejemplares de un intenso color esmeralda, que al principio no supe si clasificar como machos jóvenes o hembras que hubieran adquirido esa tonalidad: resultaron ser robustas lagartijas carpetanas(Iberolacerta cyreni) de una belleza turquesa que hoy en día parecería al neófito impropia de nuestra fauna. Los verdinegros, de mayor tamaño, eran todo un privilegio para observar, especie ésta de lagarto con una distribución muy localizada y que en Gredos se dispersa hasta los 2100 metros de altitud.



A la hora y media de camino paré a descansar en uno de los prados inundados junto a una pequeña cascada. El sol todavía no pegaba demasiado fuerte y se podía reposar bajo él, y no era el único que había tenido esa idea: todavía iba a encontrar más reptiles de hermoso verde turquesa. Mientras admiraba la enormidad de las montañas que se alzaban al sur, escuché cerca el sonido particular que hacen las culebras al reptar entre las hierbas. Distinguí la cabeza que oteaba por encima de los céspedes montanos según avanzaba. Rápidamente, queriendo verla más de cerca, me acerqué al reptil.

Se trataba de un ejemplar adulto de culebra de collar, inconfundible por su dorso oliva y su vientre esmeralda pálido. Mediría algo más de un metro, menos de la mitad del tamaño que pueden llegar a alcanzar: al parecer Félix Rodríguez de la Fuente llegó a encontrar individuos de casi dos metros, aunque éstos son extremadamente raros. La inofensiva serpiente huyó al escuchar mis pasos y para mi sorpresa se arrojó sin dudar al arroyo de la garganta desde una altura de más de tres metros en lo que parecía un absurdo suicidio. Desde el borde de la barranca observé las espumas blancas de la cascada que se habían tragado al animal. Terminó por emerger algo más abajo en la otra orilla, trepando por la pared rocosa, habiendo colocado entre ambos la barrera insalvable del río del deshielo. Y allí quedó soleándose, conocedora ahora de su invulnerabilidad. Desde la infancia había ansiado encontrar a los berilados adultos de la Natrix natrix, un anhelo inspirado por aquellos pequeños cuadernos de campo de Félix que compraba con mis exiguos ahorros de niño tras encontrarlos marginados en casetas de ferias del libro.



Pasados los mil ochocientos metros de altitud el paisaje cambió. Aumentó la pendiente. Desaparecieron los prados y los piornos y el mundo se transformó en un complejo caos glaciar, una inmensidad de murallones, picos y torres talladas en la roca viva que parecían haber emergido brutalmente de las profundidades de la tierra en aquel mismo instante. Todo tenía apariencia de inatacable, de fortaleza inconquistable. No sabía cómo pero avanzaba pisando granito rodeado de aquellos gigantes de piedra. Los picos desafiantes de ambos lados parecían ir apartándose a su voluntad, abriendo un camino escondido. La magnitud de las montañas que me rodeaban era sobrecogedora, esa grandeza a la vez venerable y opresiva que hace tomar consciencia de lo mínimo que es el ser humano.

El granito era de un color gris muy fuerte, intensificado por los líquenes de intenso amarillo en claro contraste con el azul índigo del cielo. Era un mundo primitivo, duro y cruel, ajeno en todas sus formas al hombre. Únicamente se escuchaban el viento y el rugido de las aguas del deshielo en el fondo del valle, cada vez más encajonado y difícil. Comenzaban a aparecer cascadas y sifones de espuma blanca. Caminaba con dificultad por aquel universo mineral de roca y hielo, contemplando atónito la fuerza de la naturaleza.



La muralla de desafiantes agujas graníticas que rodeaba el circo glaciar estaba cada vez más cerca. La ascensión comenzó a ser laboriosa. Entré en una desesperante sucesión de gigantescos collados que, como escalonados adarves de una fortaleza, contenían una laguna cimera. Tras vencer laboriosamente varias de estas murallas llegué al circo. El Circo. Volví a ver prados verdes en los que cantaban grandes ranas. Un muro rocoso negro e inmenso rodeaba casi perfectamente el lugar. Allá arriba los puntales negros señalaban al cielo, como dedos de una mano tenebrosa. Había llegado a la laguna. Pude bordearla cómodamente por su margen izquierda hasta arribar donde lo puramente salvaje y solitario de mi expedición había terminado. Al fondo del descomunal cuenco pétreo vi destacarse unas antenas y un tejado verde.

El Elola

Hay en los montes parajes naturales inconfundibles, famosos y muy visitados por el hombre. La sensibilidad hacia la Naturaleza siempre me mueve a no desvelar el nombre ni la localización de ningún lugar de cara a salvaguardarlos de la presencia humana. Hace tiempo que pienso que los autores de guías de senderismo o montaña nunca ponderan bien la responsabilidad que conlleva publicar y detallar los accesos a determinados enclaves. Considero que el amor por el medio natural y la incontenible necesidad de escribir sobre él pueden encontrar salida sin romper el desconocimiento general que los ha conservado. Sin embargo, hay sitios que a estas alturas sería absurdo tratar de describir finjiendo su anonimato. A uno de esos lugares había llegado.

Me encontraba obviamente en la Laguna Grande de Gredos, último resto del viejo glaciar que aquí tenía su seno y cuyo hielo dio forma al inmenso tazón del Circo. La Laguna es una archiconocida formación de silueta arriñonada, siete hectáreas de superficie, seiscientos cuarenta metros de longitud y seis de profundidad. En 1878 la Enciclopedia de los Conocimientos Humanos decía de ella que “… a primera vista parece que esta laguna es el cráter de algún volcán extinguido […] La superstición con que los naturales miran cuanto con esta laguna se relaciona tiene algún fundamento, pues se ha observado que los nublados que en ella se forman son más destructores que los demás”.



A pocos metros de las aguas se levantaba el sobrio edificio del Refugio Elola, que levantó la Delegación Nacional de Deportes en 1972 y que cuando está abierto dispone de servicio de bar y comidas, además de sesenta plazas para montañeros entre sus dos plantas y una zona abierta para pernoctar cuando está cerrado. No faltan agua corriente, luz eléctrica, lavabos ni retrete. A primera vista me gustó la apariencia que tenía aquel día, con sus muros grises y sus ventanales verdes, un aspecto propio de altivo y aventurero campamento base. Las antenas y paneles solares parecían el único nexo con el mundo exterior y la civilización. Pero el Elola ni es tan ignoto como parece ni goza siempre de soledad, sino que ésta es una excepción. Es un lugar concurrido por su fácil acceso, ya que para acceder al mismo existe un frecuentadísimo camino que en un rato llega desde la famosa Plataforma, nada que ver con la complicada y en extremo solitaria vía que yo había escogido. La Laguna y el refugio son escenario de romerías de montañeros y excursionistas cada fin de semana y sobre todo en verano. Recordé lo que me dijo un montañero portugués que encontré en las vecinas Cinco Lagunas la primera vez que vine a Gredos, unos meses atrás: “Aquí se está tranquilo… pero en la Laguna Grande… ayer domingo, un barullo infernal”. Cuesta creer que un lugar de aspecto tan alpino, tan puro y nival, se pervierta como me dijo entonces aquel luso.


Era martes y reinaba un silencio profundo, pero era la Laguna Grande. Sabía de antemano que allí iba a terminar la soledad de la que disfrutaba desde el día anterior. Para mi sorpresa no había casi nadie. Cuando llegué solo encontré dos montañeras españolas que me miraron espantadas. Seguramente no esperaban ver aparecer desde esa ignota dirección a un tipo manchado de barro, con una vieja mochila militar y vestido de pardo mohoso. El pequeño cuchillo que portaba en el cinturón terminó de escamarlas, pero aprecié cómo su desconfianza remitía al ver la esterilla y el bastón telescópico que llevaba atravesados en el petate. Son dos elementos que en la montaña te integran al encontrar a alguien, te convierten en un semejante, como la pulsera de todoincluido en el Caribe. Las miradas de desafección y extrañeza cambiaron radicalmente de signo cuando me descamisé en el arroyo que caía del Almanzor para refrescarme en sus aguas.

Habría sido inevitable que en un lugar como la Laguna Grande no existiera algo semejante al Elola. El lugar sirve de campo base para atacar en poco tiempo cumbres como el Almanzor, la Galana, el Morezón, el Ameal o los Tres Hermanitos. No solo montañeros con tan nobles y homéricos propósitos visitan el Elola y la Laguna, sino que el corto camino que existe desde la Plataforma hace que llegue otro tipo de visitante, el excursionista festivo. Sin embargo, algo me hacía resistirme a condenar un lugar de tan evidente injerencia ecológica. Tal vez porque aquel día solo había dos montañeras allí y el refugio me pareció algo integrado en el paisaje, semejante a un cuartel general de exploradores decimonónicos. Pero mi opinión seguramente sería distinta su hubiera sido fin de semana, donde el gentío para un lugar así debe ser excesivo. Tuve el privilegio de disfrutar del Circo de Gredos y de la romántica estampa del Refugio Elola en una jornada donde había frente a su puerta verde más cabras monteses que personas. Y sin duda he de reconocer que mis pocas visitas a esta sierra me han enseñado ya que si hay algo intrínseco a Gredos además de la cabra montés, es la figura del montañero.



No tuve prisas para comer y leer tranquilo. Al rato aparecieron cuatro franceses con aspecto de alpinistas que van a comprar el pan. Mezclaban botas y pantalones de montaña con camisas y sombreritos de paja. Dieron un paseo por los alrededores, bebieron del deshielo y tomaron la sombra a mi lado, bajo los muros del edificio. Estornudé. Salut, dijo una señora francesa. Merci, contesté. Miraban curiosos a las dos montañeras españolas. Los galos habían llegado hasta allí por el mismo camino sencillo que ellas, con lo puesto y las manos en los bolsillos. Ellas iban como para atacar el Everest. Tras comer, las dos íberas se lavaron los dientes con pasta y cepillo, se aplicaron crema solar y desodorante en spray, cargaron sus modernos equipos y empuñando cada una dos bastones telescópicos tomaron, divinas, el camino a la Plataforma. Me pregunté si para la montaña hace falta cuidarse tanto: no quise imaginar cómo se equiparían si tuvieran que recorrer los más de diecisiete kilómetros de roca y agua sin sendas que me esperaban a mí para regresar. Ya se ha perdido para siempre el miedo y el respeto por la naturaleza, la asunción de sufrir y el ansia de explorar: supongo que aquellas representativas montañeras querían que la montaña fuera bonita, pero confortable.

Me despedí del Elola y del Circo, del Almanzor,
la Galana y los Hermanitos. Los galos quedaron solos por poco tiempo, pues por la orilla contraria de la Laguna, por el camino que llevaban las dos chicas que se iban, se veían bajar un par de parejas más. Quise alejarme de todo eso y regresé al incómodo mundo de roca sin caminos por el que había venido, donde sólo iba a encontrar moles invencibles de piedra, torrentes, cabras y lagartos. Supe que iba a volver a estar solo hasta la noche, cuando alcanzara el lugar donde había dejado el vehículo. Me quedaba un largo camino por delante. El arisco valle glaciar ya serpeaba allá abajo entre las moles de granito. Miré atrás por última vez. Hay algo de Gredos que te atrapa, pese a que ya no albergue secretos, pese a que su aspecto primigenio sea ya una ilusión. La última visión que me concedió el circo glaciar era sobrecogedora. Pensé que es algo demasiado colosal como para que el hombre consiga quitarle su glorioso primitivismo pese a intentarlo continuamente.