domingo, 1 de abril de 2012

El peirón del bosque

Barrancos grises. Calizas blancas. Esqueletos de jabalí. Retorcidas sabinas hermosas como horizontales tejos japoneses. Ya debería haberlo encontrado: me preguntaba dónde demonios estaría aquel peirón, si me habría confundido de camino. No es del todo sencillo orientarse en la nada cuando, partiendo monte a través desde un pueblo, se busca un punto minúsculo escondido entre sierras bajas, bosques de juníperos y barbechos.

Tras horas de andar, rellené la cantimplora en el hilo de agua que brotaba de un manantial que no aparecía en el mapa. Estaba ya a casi doce kilómetros del punto de partida, y cualquier otra aldea cercana tampoco caía a tiro de piedra. En las horas centrales del día hacía ya mucho calor, pero se iba nublando el cielo.

Apartando las mordientes aulagas desemboqué en un camino de tierra. El perro me miró, como preguntando si seguiríamos por la senda evitando las espinas. Era la última oportunidad para encontrar el peirón. Debía estar por allí. Hubo que apostar el todo por el todo. Izquierda o derecha. Derecha: subiendo la cuesta el carril parecía girar y dirigirse entre el bosque hacia la cima de un alto. Adelante. Si el remoto peirón no caía por aquellos pagos, al menos se podría otear la campiña.



No fue necesario subir al cerro. En su falda estaba ya el místico peirón que había venido a buscar, a conocer. Rutilante, humilde, rocoso, sereno. Aislado en la curva del camino. Siempre me invade una placentera sensación, que asciende suavemente desde el estómago, cuando tras largas caminatas en la soledad de la naturaleza aparece algo cuya edad o valor nos sobrepasa: un árbol centenario, una inscripción antigua, un animal esquivo, o como aquel día, tal vez el más solitario de los peirones de Castilla.

Pináculos austeros

Había llegado al villorrio a eso de las ocho de la mañana. Ninguno de los treinta y pocos habitantes rondaba por allí todavía. El coqueto bar aún estaba cerrado. No pude evitar reír sanamente al leer el aviso, entre guasón y ceñudo, que el dueño había colgado de los pingajos de la cortinilla de la puerta. “Vivo dentro y tengo escopeta”, como si hubiera bandoleros. O tal vez los hay, quién sabe.

Se respiraba en ese pueblo un ambiente de quietud, silencioso y puro, mondo y palpitante, que siempre he imaginado propio de la España que vio morir el XVIII; esa España de sombreros de tres picos, naipes, motines, mosquetes y galeones. Esa imagen que transmiten los libros de historia, diferente para cada época que pretenden retratar, aun estaba allí. Tal vez la inscripción de 1782 en recuerdo de Carlos III que había en el ayuntamiento ayudaba a reforzar esa sensación.

El camino que esperaba era largo. Al poco de dejar el pueblo atrás, en el fondo del barranco apareció un primer peirón. Aún se escuchaba el ladrido de los desconfiados perros; pese a estar tan cerca de las últimas casas me impresiono como si se tratara de una aparición. La columna de piedra caliza, de sillarejos aderezados con argamasa, terminaba en una cruz de hierro sobre una hornacina enrejada que encerraba una figurita de San Cristóbal.


Aquel primer peirón que encontré ese día era una muestra perfecta de la fisionomía de estos pináculos: los peirones o pairones son columnas pétreas, de dos a tres metros de altura, rematadas en cruces férreas o bolos de piedra. En los cuatro lados de sus capillas cimeras casi todos muestran azulejos con escenas de la vida de los santos locales, cuando no pequeñas representaciones de los mismos.

Pese a su simbología cristiana, el origen de los peirones es pagano. Se remonta al pueblo celtíbero que habitó estos campos antes de la romanización. En aquellos lejanos tiempos célticos los caminantes tenían la costumbre de arrojar una piedra en los cruces de caminos y en el entorno de los pueblos donde, más tarde, los romanos enterraban a sus muertos heredando la tradición de hitar. Ese pasado celta se tradujo también en los humilladeros aragoneses o los hermosos cruceiros gallegos.

El discurrir del tiempo hizo que el hábito de dejar una piedra al paso del caminante por puntos de referencia se tradujera en la acumulación de pequeñas pirámides de piedras que evolucionarían hasta hitos y columnas de sillería, que terminaron por convertirse en peirones. Los romanos dedicaban estos lugares a Mercurio, protector de los caminantes, culto heredado por el cristianismo en la figura de San Cristóbal. Además de su origen místico, los peirones jugaban el papel de puntos de referencia cuando la paramera se cubría de nieve y los caminos desaparecían; hay quien, siguiendo esta idea, busca su origen también en los miliarium romanos.

Dentro de esta tradición viaria, se dice que los pairones tenían una romántica función de faro. Cuenta algún viejo que antiguamente, con probabilidad en tiempos de sus propios padres o aun antes, los peirones podían coronarse con una antorcha para orientar a los viajeros. No se debe olvidar que antes su número era mayor y jalonaban con más abundancia los caminos y los bordes de los términos municipales. Después de todo, pairon significa en griego “límite”.




Vieja frontera y tierra de nadie durante la España islámica, esta zona de Castilla se despobló paulatinamente hasta su Reconquista por parte de Alfonso I El Batallador y los labriegos que con azadas y horcas antecedieron a las espadas. De entonces tomó el cristianismo el testigo de los cultos célticos y romanos y transformó los peirones en humilladeros. Iconos religiosos para caminantes y aldeanos que, lejos de todo impulso institucional, surgieron como iniciativa de artesanos y hermandades locales que los levantaban por su propia fe. Hoy, poco más de cien peirones han sobrevivido al implacable paso del tiempo, datando la mayoría de los siglos XVIII y XIX.

El más solitario peirón

Al levantarse en los alrededores de los pueblos, frecuentemente a la vera de la carretera, los peirones son accesibles para cualquiera. Sin embargo, había tenido referencias de uno de ellos que se levantaba, solo, lejos en el monte como una sabina más. Mientras que los pináculos aldeanos que encontré aquella jornada seguían casi todos el mismo patrón constructivo y mostraban un buen estado de conservación, con sus azulejos santos bien lustrosos y sus formas talladas perfectamente definidas, era casi evidente que aquel peirón que vivía en el bosque podría tener rasgos diferentes, como así fue.

Tras seis horas de búsqueda apareció el pairón del bosque en una curva de un carril de tierra, allí, lejos de todo. Tenía una fisionomía mucho más basta y vulgar que los levantados junto a los pueblos, casi como si fuera obra de un aficionado o de un albañil con prisas. La argamasa había sido sustituida por cemento y los elegantes sillares artesanos eran ahora bloques o lascas de piedra caliza colocadas casi sobre la marcha. Pese a su poco elegante cuerpo, el remate era un hito de piedra bien tallada con una vieja inscripción.

Obviamente, aquello era una reconstrucción relativamente reciente, pero conservaba su singular encanto antiguo en la cúspide original. Había dos azulejos en el peirón aunque, detalle que lo hace único, ninguno representaba la vida de santos. En uno de ellos estaba escrita, sucinta, la génesis de aquella columna: “Se hizo el año 1806 y fue restaurado en 1975 con la Fe y Voluntad por aficionados y cazadores”. El otro azulejo, bastante más viejo y tal vez conservado de la construcción primitiva, rezaba “Acorda de las almas de votos”(sic), una herencia testimonial de aquel pasado celta y luego romano de honrar a los muertos enterrados en los cruces de caminos. Aquel azulejo en mal castellano era el nexo histórico con el antiquísimo origen que dio lugar a estas piadosas columnas. El viaje había merecido la pena.




Iba a ser demasiado largo y complicado regresar al pueblo por el mismo camino monte a través, así que opté por acercarme a una aldea cercana y deshacer lo andado por la carretera casi fantasma. A las afueras del cogollo de casas, antes de enfilar el camino, apareció una pareja de viejos lugareños con gorras deportivas y bastones de bambú, sorprendida de que hubiera allí alguien junto al peirón de la carretera.

"¿Viene mucha gente a ver los peirones?", pregunté. "Nadie", contestó la mujer con su acento maño, "Alguna vez viene alguien de Zaragoza a hacer senderismo por un camino de ahí, pero los peirones, nadie". 

En esta remota comarca desolada casi todos los pueblos tienen uno o varios peirones. Verlos espigados en lontananza, en las solitarias llanuras alrededor de los pueblos, invita a acercarse a conocerlos, a disfrutar de la mística de las escenas representadas en sus azulejos o a sumergirse en la mano del artesano al leer las inscripciones de autoría que se conservan en muchos de ellos. Son un arte rural, modesto, expresión del sentir íntimo de nuestros antepasados de todas las épocas.

Afortunadamente se puede apreciar todavía aquí la soledad y el misterio de cada peirón, puesto que ningún iluminado de la gestión ambiental o el turismo rural les ha arrebatado su encanto domesticándolos con rutas señalizadas, paneles explicativos ni demás cursis desatinos que tanto se estilan ahora en ese ansia inconsciente de llevar domingueros y excursionistas a todas partes. Los peirones siguen allí, desconocidos para casi todo el mundo, guardando los cruces de caminos y las lindes de cada pueblo; solitarias y ascéticas columnas pétreas que sobreviven como un bello recuerdo de la espiritualidad de esta antigua y guerrera tierra de frontera.